martes, 29 de enero de 2013

Los que ya no están

El Universal,  6 de noviembre de 2012  
 La emblemática figura de La Catrina, la calavera concebida por José Guadalupe Posada con una intención marcadamente crítica, y plasmada después por Diego Rivera en el mural "Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central", encabeza los festejos del mexicanísimo Día de muertos, que se remonta a la época prehispánica y que ha sido declarado por la Unesco patrimonio cultural inmaterial de la humanidad. Los europeos, por su parte, acostumbran visitar los cementerios a principios de noviembre, y cada vez es más frecuente la celebración de Halloween.

Esta variedad de ceremonias y rituales, que tienen lugar alrededor de las festividades de Todos los Santos y de los Fieles Difuntos, refleja las múltiples variantes en que el ser humano se relaciona con la muerte y con los muertos, y da cuenta también de la importancia que se concede al fallecer como parte de la vida misma. Sin embargo, más allá de la loable intención de venerar la memoria de los difuntos, de reconocer , como es el caso de México, la importancia de los ancestros como la raíz que unifica y confiere identidad, resulta decisivo enfatizar la importancia que tiene el duelo para superar el deceso de un ser querido.

Aunque en el primer momento puede parecer imposible recuperarse de la pérdida, paulatinamente el dolor cede. Este proceso puede prolongarse más o menos, dependiendo de diversas circunstancias.

Hasta no hace mucho, el luto se entendía como una manifestación del decoro que, por una parte, evidenciaba ante los ojos de terceros del afecto que se profesaba al difunto y, por otra, procuraba conservar ese estado de melancolía propio de cuando se ha experimentado una pérdida recientemente. Así, el doliente comunicaba su situación a quienes le rodeaban a través de sus vestiduras, con lo que se prevenía a las personas del entorno acerca de su vulnerabilidad y se llamaba a que le trataran con cierta consideración.

Esta especie de tributo al difunto, que no aportaba nada ni a su memoria ni a su valía, parecía contradecir la tendencia natural de los humanos a sobreponerse a los reveses emocionales. De algún modo, contribuía a prolongar el estado de malestar de la persona, que  reaccionaba, o bien dejándose llevar letárgicamente por la pena, o bien rebelándose contra lo que no venía a ser más que una imposición social.

La vida práctica del doliente puede verse alterada más allá de la tristeza, según la naturaleza de la relación mantenida con la persona ausente, sobre todo cuando, antes del fallecimiento, la rutina ha estado girando en torno al difunto, lo cual es frecuente en el caso de una enfermedad. Este trastorno se hace especialmente palpable cuando se trata de la pérdida de la pareja: es necesario entonces aprender a vivir en su ausencia y a tomar decisiones en soledad, reinvirtiendo cuanto antes la energía emocional, otrora empleada en la relación, en nuevos proyectos.

La primera reacción es la negación, la incredulidad, como una forma de no asumir la separación y de resistirse a aceptar que la persona no volverá, pero una adecuada elaboración del duelo (el proceso que transcurre desde que la pérdida se produce hasta que se supera) requiere que la persona tome contacto con sus sentimientos.

Quizá algunas ideas podrían ayudar a pasar por este proceso: la conciencia de que superar el dolor no significa dejar de querer a la persona que se ha marchado; el comprender que ser capaz de disfrutar de algunas cosas no supone que se le extrañe menos ni constituye una especie de "traición" que deba generar sentimientos de culpa; el asumir que es irreal pretender que no esté allí ese vacío, pero que se puede aprender a vivir con él. Y, sobre todo, el ir recuperando la alegría y la gratitud por los buenos momentos compartidos, perpetuando en cierto modo la permanencia de esa persona a nuestro lado a  través de sus enseñanzas y de los sentimientos que, aun ausente, sigue  encendiendo entre  nosotros.

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