lunes, 26 de octubre de 2015

Golcar y Cadenas

El Universal, 27 de octubre de 2015

Se veía venir. Hace exactamente un año, en octubre de 2014, los ojos de España se volvieron hacia la figura de Rafael Cadenas. Su retrato se proyectaba señero desde el inmenso cartel que, ubicado en la Plaza de Callao, convocaba al IV Festival de Poesía de Madrid. El protagonismo del barquisimetano en el marco de este evento ponía en luz el creciente interés en su trayectoria y su obra, y anticipaba el reconocimiento de que sería objeto más tarde al otorgársele el Premio de Poesía García Lorca.

El público madrileño concurrió masivamente a los dos encuentros con él convocados: un homenaje titulado “Las falsas maniobras de Rafael Cadenas. Reflexiones sobre su obra”, que se le ofreció el día 21 de octubre en Casa de América y, sobre todo, un recital que tuvo lugar previamente en el auditorio de Conde Duque, en el que el periodista canario Juan Cruz intervino como interlocutor del poeta . Llegado cierto punto, Cruz inquirió qué significado tenía para Cadenas la palabra “Venezuela”, a lo que éste respondió serena, íntima, reflexivamente: “¿Venezuela? Me hace falta…”

Yo soy de los que comparte la devoción enfervorizada hacia este hombre de quien me admira, si bien su poesía, más aún su discreción, su moderación. Su talante apacible y honesto, sin poses y sin grandilocuencia, me inspira el más profundo respeto. Y, obviamente, le agradezco que haya demostrado una vez más que el venezolano es capaz de alcanzar nobles horizontes. Aplaudo la concesión de este premio, vaticinado sin duda por la publicación de una antología de su obra que hizo en España Editorial Visor.


Sin embargo, como Cadenas ni necesita ni pretende granjearse indulgencias con escapulario ajeno, me parece de justicia acotar que el autor de un texto que viene circulando viralmente en los últimos días, titulado ¿Dónde queda Venezuela? no es el eximio poeta, sino el escritor merideño Golcar Rojas.

El texto, publicado por primera vez en el blog de Rojas en noviembre de 2014, apunta a la realidad de la creciente presencia venezolana en otros países: “Venezuela hoy es un país desperdigado por el mundo”, diría el escritor. Así mismo, apunta a una dolorosa faceta de nuestra patria, descrita con extraordinaria y conmovedora prosa: “Este pozo de plomo y sangre, este luto en gerundio, este llanto que no cesa”.

En su post, Golcar usó como epígrafe la frase con la que Cadenas había respondido en Madrid (“¿Venezuela? Me hace falta”), indicando, evidentemente, el autor. Fue a partir de ese epígrafe que se atribuyó el texto al poeta, quien no tardó en aclarar que no era suyo a través de una nota que tituló Letras de otro.

Rojas, autor de novelas como El infierno de Edelmiro y Te voy a llevar al cielo, no ha vacilado en prescindir del andamiaje editorial convencional, comercializando su obra a través de internet. “Escribo porque me divierte y pretendo divertir a quien me lee”, ha
dicho. “Escribir es una forma de exiliarme. De escapar. Me ayuda a interpretar la extraña circunstancia que nos ha tocado vivir a los venezolanos”.


Cualquiera que haya sido su autor, ¿Dónde queda Venezuela? enfatiza el aporte que hacen los venezolanos a cada uno de los campos en que se desempeñan. Tanto en el ámbito de las ciencias como en el de las artes hay compatriotas ejerciendo en destacadas posiciones y a cargo de proyectos destinados a impactar en la salud y la cultura alrededor del mundo, lo cual debería constituir no solo causa de orgullo, sino también un estimulo para bogar, cualesquiera que sean las circunstancias. 
Seguro que habrá que concluir con Golcar Rojas: “Donde esté radicado el talento, la inteligencia y el trabajo de los venezolanos que se han ido, ahí queda Venezuela”.

lunes, 19 de octubre de 2015

Perdón y resentimiento

El Universal, 19 de octubre de 2015

La base del aprendizaje es la experiencia. Descubrimos que el agua moja, que el sol calienta y que el fuego quema, y actuamos en consecuencia: nadie volverá a aproximar la mano a la vela que arde.

Este aprendizaje es extensivo a las personas. De hecho, es la base de los prejuicios: surge la convicción de que alguien tiene ciertos rasgos aún antes de constatarlo, convicción que proviene de generalizar lo que son los comportamientos particulares de alguien a otros que pertenecen a su mismo grupo o condición social. Nada más ilustrativo al respecto que la conocida frase “dime con quién andas y te diré quién eres”. Y es que necesariamente tiene que ser así: forma parte de los mecanismos de defensa que se desarrollan para protegernos frente a las adversidades que nos opone el medio. Tras una experiencia negativa con alguien, procuramos poner distancia. La psicología conductista lo denomina “evitación-escape”


Ante la proximidad de alguien que nos ha herido previamente se disparan las alarmas y, en ocasiones, es razonable que se interponga una cierta dosis de cautela para no volver a ser víctimas de conductas recurrentes. Sin embargo, si bien es cierto que tenemos una cuota de responsabilidad en los resultados de nuestra interacción con otros, también es cierto que podemos rechazar conductas, pero no personas: la misma persona puede actuar de uno u otro modo según el caso, en ocasiones orientado por motivaciones que no acabamos de comprender.

Crash, que mereciera el Oscar a la mejor película en 1985, ilustra magistralmente este cambio de roles que cualquiera puede protagonizar cuando cambian las circunstancias, así como el vuelco que puede experimentar nuestra interpretación de los hechos cuando los contextualizamos, o cuando incorporamos elementos que ignorábamos a los criterios que empleamos para emitir una opinión: justificamos, o al menos comprendemos, la conducta del otro.


Surge la posibilidad del perdón. Pero no el perdón entendido en los términos tradicionales, como un acto de magnanimidad en el que se concede un beneficio al inculpado, indultándosele. Eso no funciona sino en el ámbito judicial. Hablo de este estado en que se concilian nuestras disonancias internas porque, mal que nos pese, cuando hay herida, es porque la persona que ha ocasionado el agravio nos importa. De lo contrario, apenas nos irritaría lo sucedido, olvidándolo de inmediato. El dolor sobreviene cuando el golpe resulta inesperado, estimado injusto o innecesario, cuando proviene de quien amamos. Entonces, surge ese incómodo desencuentro entre el afecto que hasta entonces le hemos profesado y el rechazo que nos produce tras habernos herido. Y viene el comportamiento consiguiente: el distanciamiento.

El perdón, más que un acto dirigido hacia otros, es la posibilidad de aliviar la tensión interna entre dos fuerzas que pugnan; es la conquista de la empatía, la posibilidad de
ponerse en el lugar del otro; es el triunfo del amor, es poner en la balanza de los afectos lo bueno y lo malo, y optar por el paquete; es cerrar los ojos y seguir adelante. ¿Volverán las cosas a ser cómo eran antes? No necesariamente. Quizá sean diferentes, pero prosiguen. Vendrán nuevos episodios y se escribirán nuevos capítulos. Después de todo, las cosas vivas no son inmutables: evolucionan, se transforman, maduran, envejecen, retoñan.


No en vano José Ortega y Gasset enfatizaba la unidad del sujeto y su entorno, lo que lo circundaba, la circum-stancia que condiciona hasta cierto punto los que hacemos. Habrá que discriminar entre la saludable prudencia y el prejuicio; comprobar cuán próximas están las heridas al afecto, y medir hasta qué punto estamos dispuestos a correr riesgos.

lunes, 12 de octubre de 2015

El amor que me sobra

El Universal,  de octubre de 2015


Yo recuerdo a Facundo Cabral. O mejor dicho: recuerdo cómo reaccionaba la gente en torno a Facundo Cabral. Su barba y su discurso denunciativo exhalaban un olor sospechosamente izquierdoso y, por ende, necesariamente descreído. Quizá por eso era más popular aquello de “No soy de aquí”, que lo otro de “Pobrecito mi patrón”.

Como quiera que sea, el tiempo pone las cosas en su sitio y, a la postre, Cabral ha resultado un referente en cuanto a la reivindicación de las cosas sencillas como fuente de bienestar y serenidad. Fue declarado Mensajero de la Paz por la Unesco en 1996 y, en materia religiosa, quien se autodefiniría como un “cristiano ecuménico, no católico”, llegó a colaborar estrechamente con la Madre Teresa de Calcuta.

En 1978, cuando su esposa y su hija fallecieron en un accidente aéreo, recibió una llamada de quien fuera Premio Nobel de la Paz. Según él mismo narrara en un espectáculo, la Madre Teresa le dijo: “Caramba, ahora sí que estás en problemas: ¿dónde vas a poner el amor que te sobra?” Cabral decidió incorporarse al cuidado de los leprosos que llevaba a cabo la religiosa y, en sus propias palabras, esto “lo salvó”.


He visto levantarse innumerables críticas hacia la madre Teresa por parte de quienes aspiran a que prive la justicia por encima de la caridad. Ha sido acusada de contribuir a mantener el statu quo en lugar de demandar la intervención de las instituciones competentes para obtener transformaciones sociales. Su posición en contra del aborto, considerada ofensiva por quienes piensan que cada mujer debe gozar de absoluta hegemonía sobre su cuerpo y su vida (y, de rebote, sobre el cuerpo y la vida de su hijo), ha resultado, sin duda, polémica.

Sin embargo, supongo que nadie estará dispuesto a discutir que ella, prescindiendo de todo aparato ideológico, empeñó su tiempo y su imagen en hacer más digna la vida (y la muerte) de aquellos a quienes escogió como objeto de su labor: los más pobres entre los pobres.


Se trata quizá de una cuestión de roles, de funciones: criticarla sería poco más o menos como criticar la intervención médica cuando la profilaxis resulta insuficiente. La Madre Teresa no hizo más que paliar los resultados de un sistema social a todas luces injusto e ineficiente, cimentando su labor en valores del Evangelio tan universales como la justicia, el perdón y el amor fraterno. Y con ellos rescató, entre otros muchos, a Facundo Cabral.

El punto central aquí es el amor que nos sobra. Si es contundente el hecho de que todos necesitamos ser amados, es igualmente cierto que todos tenemos la necesidad de amar, de volcarnos en otro. Nos realizamos en el servicio. La experiencia de sentirse útil, de contribuir a aliviar el sufrimiento, de modificar aunque sea mínimamente el mundo de alguien, remienda de manera efectiva el propio vacío existencial, en particular aquel que sobreviene cuando se quiebra la columna que vertebra nuestra vida y ello ocasiona que te encuentres repentinamente, en medio del caos y la desarticulación, con las manos llenas de dones que ahora carecen de destinatario, llenas del amor que te sobra. Y hay que buscar en dónde colocarlo.


María Luisa Mora
La experiencia de la Madre Teresa, quien, por cierto, vivió en el estado Yaracuy, revelaba un hecho innegable y es que, cuando hay alguien que depende de nosotros en cierta medida, sacamos fuerzas de flaqueza no por nosotros, sino por esa persona, también llamada a crecer y a realizarse autónomamente. Es, en resumen, lo que plantea el poema Resistencia de María Luisa Mora: “Después de la derrota, queda algo/por lo que merece la pena resistir:/la felicidad de los demás,/el brillo de unos ojos nuevos que nos miran/ como si, de nosotros, dependiera el mundo”.

lunes, 5 de octubre de 2015

Tarea escolar: ¿sí o no?

El Uiversal, 5 de octubre de 2015

Finlandia, el país que anualmente lidera el ranking del informe PISA, asombró al mundo en días pasados al experimentar con modificaciones en su pensum escolar, entre las que prevé organizar los conocimientos en torno a grandes ejes temáticos en lugar de por asignaturas. Esta propuesta, asimilable al concepto de globalización que se introdujo en Venezuela junto con la Escuela Básica, responde a la necesidad de un modelo educativo que prepare a los alumnos para la vida laboral. “Tenemos que hacer los cambios en la educación que son necesarios para la industria y la sociedad moderna", afirmaría Pasi Silander, uno de los responsables de la transformación pedagógica que se opera en Helsinki.

El estudio se acometería a partir de temas, situaciones o eventos, un trabajo parecido al que han emprendido los jesuitas en Cataluña, recientemente, a través del “aprendizaje por proyectos” (por fenómenos, dirían los finlandeses).
Estos planteamientos habían sido ya formulados en los años 70 por un personaje cuya visión crítica tendría gran repercusión en el desarrollo de la educación y en la noción contemporánea de esta: Ivan Illich.

A pesar de lo que su nombre parece apuntar, Illich era austríaco, y no ruso. Habiendo sido perseguido por judío, terminó ordenado como sacerdote católico, y su voz se levantó entre todas para manifestar la escasa confianza que le inspiraban los procedimientos educativos convencionales. Afirmaría que la escuela se limita a “inculcar” a los educandos un currículum obligatorio, en tanto que el verdadero aprendizaje proviene de la experiencia, a veces casual, y tiene lugar fuera de esta institución.

Illich, Reimer, Freire, grandes reformadores de la Educación en el siglo XX, vieron claro que la escuela cumple infinidad de funciones, entre las cuales la que menos pesa es la de crear un entorno que favorezca un aprendizaje efectivo, y no una simple memorización pasiva de datos.

Si el docente se viera relevado de muchas de las tareas burocráticas que realiza, podría entonces transformarse en un verdadero gestor de los aprendizajes, diseñando experiencias favorables para adquirir conocimientos, en las que el estudiante desempeñaría un papel activo. En una situación así, la memorización y la repetición pierden preponderancia, y las tareas escolares son menos necesarias.
Está clara la importancia de la práctica. Lo que se cuestiona es la pertinencia de que esas actividades en las que se produce la aplicación, análisis y síntesis de los conocimientos adquiridos, según diría Bloom, deban tener lugar en casa.

Dicen que la tarea sirve al propósito de crear el hábito de reservar un tiempo diario para el estudio. Cabe preguntarse: ¿a qué se dedican entonces las horas en la escuela, que comprometen una parte importante de la jornada del niño?

Por otra parte, aprender no es solo fruto del estudio: la rutina familiar, el salir a la calle, la prensa, el deporte, proveen infinidad de experiencias que desembocan en aprendizajes significativos, porque van asociados a la vida real. La tarea escolar suele entrar en competencia con esas fuentes de conocimientos, monopolizando el tiempo del estudiante.

Finalmente, en el ámbito afectivo, la tarea escolar resta protagonismo al momento de solaz compartido en familia, tiranizando la vida hogareña y gravitando, las más de las veces, sobre padres que regresan a casa agotados tras la jornada laboral. Ello se traduce en tensiones e irritabilidad, o en que los padres terminen por hacer las actividades para poder darles fin, sin beneficio ninguno para el educando.

Va llegando el momento de escindir lo que es aprender y estar escolarizado; sabiduría y memoria; notas y conocimiento, vivir y estudiar.