viernes, 17 de febrero de 2012

Las constantes de Jacobo Borges


 En: Jacobo Borges: Treinta años de creación. 1960-90. Ciudad Guayana, Sala de Arte Sidor, 1º de julio - 30 de agosto de 1992 pp. 20-23.  (Reproducido parcialmente en Contenido, suplemento cultural del diario El Periódico. Maracay, domingo 16 de julio de 1995).

Nadie discute hoy el Status de Jacobo Borges. Quienes hayan estudiado su obra, coincidirán, sin duda, en reconocer que el artista cuenta con un crédito innegable: Haber re­nunciado a la cómoda se­guridad de restringirse al modo de hacer que lo con­dujo al éxito y atreverse a innovar, a experimentar con nuevos recursos, y a explorar otras alternativas. En ello radica la credibilidad del artista: en haber demostrado que la calidad de su obra persiste, a pe­sar de que su lenguaje plástico ha cambiado con­tinuamente. Sin embargo, dentro de su obra se han mantenido ciertas constan­tes que forman parte de su estilo y que lo identifican.

En primer lugar, Borges se autodefine como un comunicador. Se ha reprodu­cido infinidad de veces la cita en la que expone cómo, mediante la presentación de los estereotipos fuera de su contexto, procura inducir al público a la reflexión. Asi que su pro­blema no es meramente plástico: aborda simultá­neamente los ojos, el intelecto y la emotividad del espectador. Y desarrolla su obra, según declarara en alguna oportunidad, con la mano, el cerebro y el co­razón en equilibrio, de modo que el concepto no predomine sobre la emo­ción.
 Es posible aprehender intelectualmente las situa­ciones plasmadas en cada obra: Así nos lo permite su naturaleza figurativa. Pero también son perceptibles componentes viscerales, emotivos, que se vislum­bran en el tratamiento que reciben los elementos de la composición, y que encie­rran connotaciones de di­versa índole.

El propósito último de la obra pareciera ser en­frentar al espectador con el trasfondo de las situacio­nes de su entorno cotidia­no, destacando los aspec­tos conflictivos de cada una de ellas. Así el obser­vador, de verse reflejado en los personajes que el artista presenta, puede re­cibir una advertencia, des­cubrir los hechos en los que participa y entrar en contacto consigo mismo.

Con frecuencia se ha relacionado a Borges con Posada, debido a la pre­sencia de calaveras y es­queletos en algunas de sus obras, especialmente de los años sesenta. Esos esqueletos, despojos de los que otrora fueran se­res vivientes, que ejecu­tan acciones tal y como si estuvieran dotados de una vida de la que en realidad carecen, pueden aludir a una forma de vi­vir sin vivir, sin sentir transcurrir el tiempo. Este podría ser el caso de algunas de Las jugado­ras. Al mismo tiempo, pueden operar como una especie de memento morí que destaca el inexorable fin al que to­dos propendemos. Final­mente, pueden represen­tar cierto grado de deshumanización y relacionar­se con la muerte a la que tradicionalmente se ha asociado a nivel iconográfico.

Yo también quiero ver
A esta última catego­ría pertenece Yo también quiero ver, que le valie­ra el Premio Nacional de Dibujo en 1961: sobre un fondo cremoso, con aplicaciones de recortes de prensa en algunas zo­nas, se construye la obra  a partir de trazos oscuros.   El extremo superior, a la izquierda, es un área en sombras, lograda a través de un sinnúmero de li­neas verticales, muy jun­tas, sobre las que se cru­zan otras tantas líneas oblicuas. A la derecha, se aproxima el grupo de es­queletos armados con lanzas, una de tas cuales ha sido disparada y se superpone, perpendicular a las otras. Los esquele­tos custodian a un hom­bre del que solo se dis­tingue con claridad el rostro magnificado, y le conducen hacia el perso­naje que ocupa el extre­mo inferior izquierdo del cuadro: un siniestro su­jeto hacia el que concu­rren en fila quienes pre­ceden al reo. Entre esos dos polos (el grupo de es­queletos y el personaje de la izquierda) se define el eje diagonal sobre el que se organiza la composi­ción. El personaje sinies­tro extiende su mano ha­cia el prisionero, y su sonrisa congelada contra­dice abiertamente el con­tenido de los elementos de collage, alusivos a ac­titudes amistosas ("suave y sedoso", "apretones de manos", "contra la men­tira"). Abajo, a la dere­cha, cierran el conjunto dos personajes más, uno de ellos barbado y con un sombrero. El claroscuro se construye a través de retículas, que definen las facciones en la mayoría de los casos.

Todos a la fiesta (1963) también presenta dos calaveras: Una bri­llante, a la izquierda, y, otra clara, a la derecha, más pequeña, tocada con sombrero. Esta obra es pastosa, matérica, toda cu­bierta de floraciones blan­cas. Luces amarillas, na­ranjas, ocres, se crean con pinceladas cortas, y la proximidad de diversos colores crea atmósferas de tonos específicos.
Todos a la fiesta

Otra de las constantes en la obra de Borges es el estudio del tiempo, por una parte como tema, y, por la otra, como elemento que se incorpora a la obra a tra­vés de símbolos. En primer lugar, está el tiempo en tér­minos de producción de la obra. Transcurre un perío­do entre la idea original y el producto acabado, de modo que no se pinta el instante, sino la huella del instante, con un desfase en el tiempo. La emoción se suscita, se identifica, se concibe intelectualmente. Luego, todavía hace falta tiempo para que la mano plasme esa situación.

En otro plano está el tiempo que se revela en los aspectos técnicos: Hay lí­neas cuya apariencia deno­ta la velocidad con que ha sido ejecutado el trazo.
Finalmente, se cuentan los recursos a través de los cuales diversos tiempos se conjugan en una sola ima­gen. Superposiciones o transparencias indican dos versiones de un objeto, re­presentado en dos momen­tos diferentes.

Las transpa­rencias también son em­pleadas para representar todo lo que convive con uno, pero que no es mate­rial: los recuerdos, los va­lores... A veces, coexisten en una misma obra diver­sas entidades, cada una de ellas perteneciente a una época diferente. El trata­miento de cada asunto también tiene connotacio­nes cronológicas: deter­minadas facturas se aso­cian a determinadas épo­cas.

El paisaje se distancia. Colección Museo de Arte Contemporáneo de Caracas
En  La gran montaña y su tiempo se plantea la re­lación entre el hombre, breve, fugaz, y la monta­ña que permanece, que asiste inmutable a las transformaciones urbanas. La montaña representa lo atemporal, en tanto que el hombre se debate entre una y otra época, sufrien­do las transmutaciones de su entorno. Al mismo tiempo, se plantea el modo en que el hombre preten­de alterar la montaña, irrumpiendo en su tiempo y agrediendo su naturale­za.

Se incluye en esta expo­sición un pastel de dicha serie. En él,  la montaña se presenta a través de una ventana, cuyas aristas apa­recen destacándose en to­nalidades claras sobre el fondo apastelado del pai­saje. En el centro de la obra, los cordones de la persiana, y a la izquierda la persiana misma. Más abajo, se extiende la ciu­dad. La montaña se yergue, desplegándose en planos sucesivos: alta definición en el primer plano; un se­gundo plano rosa, delimi­tado en el extremo superior por una zona de sombra; un tercer plano iluminado, claro; un cuarto plano os­curo. Así, alternativamen­te, el relieve recibe luces celestes y rosadas, y pro­yecta su sombra sobre el plano que le sucede.
[continúa]

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