lunes, 28 de septiembre de 2015

Quiero volver a casa

El Universal, 28 de septiembre de 2015

El poder de la lengua radica en su capacidad de despertar en el otro lo que se desea transmitir, en comunicar el sentido exacto de aquello que se enuncia. Nuestro idioma es particularmente rico: hay una palabra para definir con precisión cada cosa. Y sin embargo, creo que en castellano no hay un término que refleje tan fielmente un sentimiento como el anglosajón “homesick”. No se trata de nostalgia, de melancolía, de añoranza: se trata de la sensación de echar de menos nuestro hogar.

No hay actitud más humana que, una vez dado el paso de trasladarse a otro país, vacilar y preguntarse si será posible, efectivamente, adaptarse; cuestionar si se ha tomado la decisión correcta, si se es capaz de salir adelante en la Tierra Prometida.
Cuentan que Alejandro Magno, al desembarcar en las costas de Fenicia, hizo quemar los navíos en los que había llegado su ejército. A continuación arengó a sus soldados poniendo en luz cómo, habiendo ardido los barcos, la única esperanza de volver a casa era vencer para poder regresar en la flota del enemigo. De allí viene la expresión “quemar las naves”: se trata de arriesgar el todo por el todo, de avanzar en pos de un objetivo sin posibilidad de dar marcha atrás ante las dificultades.

Hay muchos que, por diversas razones, asumen esa actitud: se deshacen de sus propiedades antes de partir, a veces por juntar un capital que permita recomenzar en el nuevo entorno, a veces por romper con todo lo que constituya un vínculo con el pasado. Lo que en algunos casos podría parecer una temeridad que contradice la más elemental prudencia, resulta en otros inevitable, pues los recursos son imprescindibles.

Quemar las naves, si bien puede constituir un acicate para seguir adelante y no arredrarse, también puede incrementar los niveles de ansiedad ante la perspectiva de estar “preso” en el lugar de llegada, obligado a permanecer allí porque no hay otra alternativa. Asumir el traslado como una experiencia que puede ser permanente o no, según queramos, debería contribuir a aminorar el estrés. Es importante valorar que el cambio ha sido fruto de una elección voluntaria, que ha sido deseado y planificado, y que permanecer en el nuevo entorno es, así mismo, una decisión que puede ser revertida sin ver en ello un fracaso.

Pero sin duda una de las situaciones que más incomodidad produce al emigrar es el desconcierto ante la propia identidad. Para decirlo mal y pronto: no sabemos qué pintamos en nuestro nuevo mundo. 

Los seres humanos tendemos a auto-percibirnos, quizá equivocadamente, en función de lo que hacemos. Necesitamos asimilarnos a un grupo e interactuar con él, sabiendo lo que aportamos. Por eso uno de los factores que facilitan más la adaptación es la actividad, aunque no sea remunerada. Pasar de “jugar banco” a incorporarse al terreno de juego puede cambiar drásticamente la manera de percibir las cosas y contrarrestar el sentimiento de desarraigo que sobreviene en estos casos. No en balde se cuestionaba Miguelito, en una tira de Mafalda, que mientras una tortuga para vivir solo tiene que ser tortuga, un tipo para vivir tiene que ser albañil, abogado, tornero, oficinista…
Una mirada a los comentarios que dejan en internet los estudiantes de intercambios internacionales revela cuán a menudo se experimenta esta desconcertante sensación de desarraigo y como en la casi totalidad de los casos se supera.


Es muy humano flaquear, vacilar. Hay que saber darse tiempo y comprender que estos sentimientos son naturales y van diluyéndose. Establecer un lapso para tomar decisiones, concebir la permanencia como una opción e incorporarse a alguna actividad que permita sentirse útil y relacionarse son, sin duda, los pasos fundamentales para emprender una nueva vida en otro lugar.

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