lunes, 7 de septiembre de 2015

Paisaje humano

El Universal, 7 de septiembre de 2015


A menudo tengo la sensación de perderme la mitad de lo que pasa en este mundo. Ante mi torpe mirada pasan desapercibidas o infravaloradas cosas que racionalmente reconozco como importantes. Hay una parte de mí que se entera: me alcanzan los destellos cobrizos del otoño y me envuelven los grises densos y algodonosos del invierno. Sin embargo, parece que la realidad fenomenológica impresionara apenas mis sentidos.

No soy capaz de leer en los brotes incipientes de la rama seca el anuncio vital de la primavera, ni escruto el diseño de las ondas que dejan los patos en su breve transitar por el río que corre junto a mi casa. Absorta, con la mirada vuelta hacia adentro, atravieso distraída por la ciudad, casi sin percibir aquello que me rodea.

Medito, sin embargo, en las historias. El brillo elocuente en los ojos de quienes comparten mi recorrido en el metro cada día me habla de la riqueza y variedad que anida en cada uno de sus trayectos vitales. La rutina entraña insospechados desafíos, que determinan, en gran medida, nuestro estado de ánimo: llegar a tiempo; poner el pan en la mesa; atravesar indemne la ciudad y los parajes más críticos en lo que a seguridad se refiere; terminar a tiempo una tarea o sobrevivir a los incisivos cometarios de algún triste personaje del entorno. Es la vida, esa sucesión de pequeños eventos que se eslabonan para construir la línea que define la jornada.


Y es el paisaje humano. Aprendemos del contraste entre nuestras insignificantes mortificaciones y la escena de un pequeño Cristo yacente en una playa turística de Turquía, que compendia, emblemáticamente, la tragedia cotidiana de cuantos pierden sus hogares –y a menudo sus vidas- tratando de alcanzar la promesa de la normalidad. De la normalidad, sí: no de la bonanza; no de las excepcionales condiciones de bienestar danés. La promesa de un sueño sin sobresaltos y de un despertar sin sangre. La promesa de una jornada en que no falte irremisiblemente alguna de las personas amadas o, peor aún, en que se ignore su paradero.

“Todo el mundo gritaba en la oscuridad. Yo no lograba que oyeran mi voz", ha declarado a la prensa europea Abdulá Kurdi, el padre de Aylan, el niño ahogado. ¿Quiénes escuchan su voz? ¿La de él y la de millares de desplazados alrededor del mundo?

La tierra prometida eran las islas griegas, a las que se estima hayan llegado, tan solo durante el mes de julio, más de cincuenta mil personas. En verano suelen encontrarse ya desbordadas a causa de sus atractivos turísticos, pero ahora se ven particularmente castigadas por las presiones económicas a las que Grecia está sometida. Tsipras expresa la disposición de acoger dignamente a quienes diariamente arriban a sus costas, pero Europa vuelve la mirada ante la amenaza de una oleada de inmigrantes capaz de estremecer su ya precario orden social. Esto en cuanto a los que intentan, a posteriori, absorber la onda expansiva que generan distintos tipos de violencia en muchos lugares. Analizar las raíces de esa violencia implicaría tomar en cuenta intereses de muy diversa naturaleza.


Atareado cada uno con sus afanes cotidianos, con sus retos domésticos de mayor o menor envergadura (enfrentarse a un luto o a una quimioterapia no es una empresa ni con mucho desdeñable) no es posible focalizar ininterrumpidamente la atención en las distantes dificultades de otros. Pero tampoco es posible, en conciencia, permanecer ajenos a realidades que van resultando perturbadoramente próximas, por solidaridad, por decencia, porque todos somos parte del mismo género humano. Y hasta por egoísmo, al recordar a Martin Niemoeller: “Y luego vinieron a por mí, pero ya no quedaba nadie para defenderme” …

No hay comentarios:

Publicar un comentario