martes, 25 de septiembre de 2012

Toda una vida



El Universal, 25 de septiembre de 2012



Decía Winston Churchill que el éxito es aprender a ir de fracaso en fracaso sin desesperarse.
Las razones por las que una persona toma la decisión de no seguir adelante con su vida conyugal pueden ser muy diversas, y en ocasiones dar este paso comporta un importante nivel de sufrimiento.

Cuando cesa la convivencia, la situación puede enfocarse desde dos perspectivas: la civil, dentro de la cual pueden sobrevenir la separación o el divorcio, y la religiosa. En cualquier caso, se trata de establecer las pautas que han de regir la relación entre cónyuges que no cohabitan.

Rosa Corazón, matrimonialista y abogada ante el Tribunal de la Rota , estima una “incongruencia jurídica” el hecho de que un juez pueda “decretar” la disolución del vínculo matrimonial, puesto que el matrimonio no tiene lugar porque el juez lo declare tal, sino porque los cónyuges libre y voluntariamente se comprometen el uno con el otro. Lo que da lugar al matrimonio es el consentimiento, la aceptación voluntaria por parte de los novios del rol que cada uno pasará a desempeñar en la vida de pareja. De este modo, tanto el juez como el sacerdote son apenas testigos del compromiso que los cónyuges asumen el uno para con el otro.
En el ámbito religioso, el vínculo matrimonial es indisoluble. Así pues, el término nulidad alude a la situación en la que se identifica alguna razón por la cual el matrimonio no fue tal en sus orígenes: no se trata de disolver el vínculo matrimonial, sino de reconocer que nunca hubo matrimonio, aunque éste se celebrase. Se trataba sólo de un matrimonio en apariencia.

¿Qué ocurre, pues, con el “hasta que la muerte los separe”? La tasa de divorcios parece indicar que las relaciones tienen fecha de caducidad. Un estudio llevado a cabo en Reino Unido, cuyos resultados ha publicado el diario Daily Mail, estima el fatídico plazo en 10 años y 11 meses, al cabo de los cuales el aburrimiento y la rutina comienzan a hacer mella en la relación.

Por otra parte, la naturaleza de nuestra especie requiere que los humanos permanezcamos en pareja al menos el tiempo necesario para criar un hijo. La antropóloga Helen Fischer realizó estudios en diferentes grupos culturales y descubrió que tanto la tendencia a tener hijos como la tendencia a separarse rondan los cuatro años, por lo que calculó que ése era el tiempo necesario para que la pareja se reprodujera y el vástago llegara a valerse con un solo progenitor.

También es posible interpretar la sensación de enamoramiento como producto de los altos niveles de dopamina, testosterona y norepinefrina que se producen al principio de una relación. Nuestro organismo no puede soportar durante mucho tiempo esta sobrecarga química, por lo que ésta desciende y, con ella, decae también la euforia del amor en sus primeros tiempos. En este ámbito se estima que la pasión podría durar de uno a tres años.
Sin embargo, la realidad contradice, al menos en parte, todos estos presupuestos: innumerables parejas mantienen relaciones que perduran a través de los años.
Cierta investigación, efectuada por la Universidad Stony Brook de New York, sometió a una resonancia magnética del cerebro a 17 personas cuya relación amorosa sobrepasaba los 21 años. Los resultados demostraron que en ellos se activaban las mismas áreas del cerebro al pensar en sus parejas que en personas que se encontraban en la fase inicial del enamoramiento. ¿Cómo puede explicarse este fenómeno? Y es que no todo se reduce a procesos neuroquímicos: hay otros elementos que resultan determinantes para que una relación se prolongue.

Posiblemente la clave de estas parejas que perduran se encuentra, precisamente, en el deseo de permanecer fieles a la empresa de mantener a flote la relación a pesar de todos los embates, y seguramente la perseverancia y el compromiso son valores que deberíamos cultivar como parte de cualquier estrategia de logro.

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