martes, 5 de mayo de 2015

De la generosidad

El Universal, 5 de mayo de 2015


André Maurois
Si algo tuvo la postmodernidad fue dar al traste con el concepto absoluto de lo que es bueno y lo que es malo. Redundando, no obstante, en favor de la tolerancia, el relativismo cultural y el consiguiente relativismo ético supusieron entender y juzgar cada comportamiento en función de las creencias, tradiciones y prácticas del grupo humano en el que se enmarcaran. Abolidas las nociones pretendidamente objetivas y universales, no quedaban más definiciones a las que remitirse para actuar que aquellas que imperaban en nuestro inmediato contexto socio-cultural.

Esto en cuanto a la erudición y la filosofía. Y aunque es verdad que todo lo que hacemos es resultado de la posición ideológica que asumimos, a veces hasta inadvertidamente, el común de los mortales dispone de un recurso bastante simple para poder orientarse: un comportamiento es lícito en la medida en que no ocasiona daño a nadie. Y yo añadiría que es deseable en la medida en que enriquezca a otras personas.

A mí me educaron en la máxima de que “cada uno es superior a mí en algún sentido”. Era la castellanización doméstica que hacía mi madre de la conocida frase de André Maurois y que procuraba ser, por una parte, una invitación a abrir los ojos, a valorar los rasgos distintivos de cada persona dignos de ser emulados y, por otra, una advertencia que nos incitaba a cuidarnos muy mucho de mirar a nadie por encima del hombro.

He conocido seres superiores a mí no en uno, sino en múltiples sentidos. He conocido personas ilustradas y otras poco menos que analfabetas, y en todas he podido hallar un estímulo para ser mejor: en el instruido para profundizar cada vez más en la búsqueda del conocimiento; en el iletrado para sobreponerme a mis limitaciones y seguir adelante a pesar de las dificultades.

Hay una parte que depende de la disposición de ánimo de uno para aprender, pero hay otra que tiene que ver con la calidad humana de aquellos a quienes el hado ha querido tocar con su varita mágica, convirtiéndolos en seres multitalentados. Como si fuera un capital, cada quien posee capacidades que administra con mayor o menor sabiduría, y que pueden dar réditos a más o menos gente. Todo esto contrapone los conceptos de generosidad y mezquindad.


Cotidianamente me toca contemplar con estupor a personas que utilizan sus habilidades para medrar ellos solos. Como una especie de avariciosos Scrooge, utilizan en su propio beneficio rasgos que a veces ni siquiera han cultivado, y que no dependen más que de la fortuna que les ha deparado el azar al traerlos al mundo en situaciones privilegiadas que les han proporcionado infinidad de experiencias y les han reportado innumerables oportunidades. Son tan miopes que se arrogan el crédito por haber llegado a una posición señera, cuando en realidad lo que han tenido es la suerte de que un accidente genético les proporcionara un excelente potencial y de que la vida les permitiera posteriormente desarrollarlo.

En otras ocasiones, estos seres arrogantes efectivamente se han labrado una posición con esfuerzo. Pero ni en uno ni otro caso es posible atisbar ni un ápice de generosidad.


Estas personas no son, definitivamente, las que contribuyen a hacer del mundo un lugar mejor. Cuán diferentes son aquellos capaces de detenerse para tender la mano a semejantes menos hábiles, o menos experimentados; aquellos que utilizan su tiempo para enseñar a otros y hacer de ellos personas independientes; aquellos que tienen paciencia y son tolerantes para con las limitaciones de los demás, en lugar de considerarse seres superiores, llegando en algunos casos hasta a escarnecer a su prójimo.

Pero es que, en general, la humildad es un rasgo propio de las mentes brillantes y de las almas generosas, un rasgo que nace de la lucidez de unos pocos: aquellos que son conscientes de que la vocación más esencialmente humana es el aprendizaje, y de que, definitivamente, sí: todo el mundo es superior a nosotros en algún sentido.

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