viernes, 21 de junio de 2013

Arte y compromiso: el Colectivo Cillero

Semanario Es Hora, Madrid,  21 de junio de 2013


Tras itinerar por Lisboa, Medina del Campo y Barbastro, finalmente llega al centro José de Saramago de Leganés la muestra "Horizontes de silencio: ¿sueño o tragedia del hombre?", un proyecto expositivo bianual presentado por el Colectivo Cillero.

Frente al mundo que lo rodea, cada persona hace su particular lectura, su interpretación de los hechos, y hasta aventura un pronóstico del curso que pueden tomar los acontecimientos. El Colectivo Cillero no escapa a esta tendencia: quince artistas, cada uno con su particular lenguaje plástico, vuelcan en la materia lo que les inspira la realidad circundante, la física, la sensorialmente perceptible, pero también la social.

Integrado actualmente por artistas de España, Francia, Portugal, Alemania, Croacia, Holanda, Italia y Japón, el Colectivo surge signado por una concepción del arte como reflexión acerca de la realidad, tomando su nombre del artista catalán Andrés Cillero. Sus miembros trabajan en estrecha colaboración y reflejan en su trabajo plástico sus consideraciones acerca del devenir de los acontecimientos. Horizontes de silencio: ¿sueño o tragedia del hombre? plantea hacia donde nos conducen nuestras prácticas hodiernas, haciendo suya una aseveración de Eduardo Galeano, según consta en el catálogo de la muestra: “Al fin y al cabo, somos lo que hacemos para cambiar lo que somos”.

El conjunto de las obras expuestas en Leganés resulta sin duda interesante, bien ejecutado, adecuadamente exhibido. El contenido pretende dar respuesta a una serie de interrogantes: ¿a dónde va el hombre? ¿Cuál es el horizonte que le espera? ¿Cuál es el horizonte que quiere? ¿Conseguirá el sueño de un mundo más justo o está abocado a un futuro sin esperanza?

Algunos discursos parecen más evidentes, quizá por el talante de ciertas obras, más próximo a la figuración. Así, resultan inquietantes las solitarias siluetas en contraluz de Samantha Torrisi, o el Punto de Partida de Alicia Castro: un tejido que se deshace, ensartado aún en las agujas de punto, para regresar al origen, a la materia prima, a la posibilidad de que el hilo se transforme en cualquier otro tejido, metáfora de la posible reinvención de un entramado social diferente al que existe. No menos elocuentes se perfilan, sin embargo, otras obras, entre las que sobresale el conjunto de las que presenta Pablo Baeza: sus luminosos lienzos amenazan con derramarse a través de las incisiones que horadan su superficie, dejando entrever, en contraste con la pálida extensión del cuadro, un interior colorido y texturado, la entrañas mismas de una obra que no se sabe si eclosiona desde el interior o se ve agredida desde afuera, mitad parto y mitad herida.

Esto por citar sólo algunos elementos de una exposición que destaca casi en su totalidad por el trabajo minucioso, más allá de lo contenidos conceptuales. Pero quisiera referirme en particular a dos obras por su marcado carácter denunciativo.

La primera de ellas es Lo que pasa en las urnas, de Fermín de Bedoya. Fiel al modo de hacer que lo caracteriza, el escultor explota la imagen que le sugiere algún elemento natural -- una raíz, una roca-- para desarrollar su discurso plástico. En esta obra, la madera construye los cuellos elongados de aves que pretenden alejarse inútilmente del perfil de una urna electoral, también construida en madera, pero cuya ortogonalidad esconde las cadenas que representan los vicios y ataduras que entraña un sistema aparentemente democrático.

La otra obra es de Rafael Catalán Ynsa. Una segunda miranda revela las sutilezas que encierra lo que a primera vista parece una mesa convencional, dispuesta según todas las normas de la etiqueta. Alude a la depredación a la que están dispuestos a llegar los voraces comensales: los miembros del Grupo de los Ocho. Una inútil servilleta de porcelana, de la que se puede prescindir en la medida en que consideramos que estamos limpios; una cenefa de soldados armados que delimita rítmicamente el borde de cada plato; un insólito instrumento que tiene más de arpón que de cuchillo de mesa, y el
símbolo del uranio radioactivo, esmerilado en cada una de las copas, son los elementos que definen el banquete en el que se sirven tan inesperados manjares: unos panes cerámicos incomibles, que remiten a todos los alimentos que se producen y que no están destinados a saciar el hambre de nadie, y el plato principal de este festín: una fuente de alambre de espino, el mismo que se emplea para definir unas fronteras que los líderes se sirven a discreción, desplazándolas según sus intereses.

En contraste con estas pulidas superficies, tan lejanas de las que suele presentar Rafael Catalán, encontramos un despliegue de vasijas texturadas, porosas, en los más variados matices de la tierra y en infinidad de formas y tamaños, alguna inclusive resquebrajada. Representan los más humildes, los de abajo, los que han de conformarse con las migajas que caen de la mesa de los poderosos.


Hasta el 29 de junio podrá visitarse la exposición, una muestra que sin duda revela la repercusión que tiene en el colectivo, tanto a nivel visceral como a nivel intelectual, el curso de lo que pasa en el mundo.

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