lunes, 20 de agosto de 2012

Aguar la fiesta


El Universal, 14 de agosto de 2012

Jacinto Convit
Que los venezolanos tengan éxito en el extranjero no debería ser una novedad: hay eminentes compatriotas destacándose en casi cualquier campo y con proyección internacional. Sin ir más lejos, allí están el doctor Convit, el Sistema Nacional de Orquestas Juveniles e Infantiles, peloteros, empresarios, artistas…… Tenemos razones para sentirnos satisfechos. Tenemos razones para estar orgullosos de nuestro país sin necesidad de que nos recuerden sus méritos con medallas.

Sin embargo, Limardo es la esperanza. Es la prueba fehaciente de que vale la pena esforzarse porque sí pueden cosecharse frutos. Pero en lugar de dormirnos en los laureles deberíamos analizar los cimientos sobre los que se ha edificado ese éxito y procurar extrapolarlos a otras situaciones menos felices.

Precisamente el amor a nuestro país es el que debería movernos a estar alertas y a identificar objetivamente los problemas que lo aquejan. Hay que celebrar los éxitos: deben animarnos al constatar que sí es posible alcanzar metas, pero no es conveniente cerrar los ojos a otras realidades que demandan a gritos ser resueltas, y que parecen acusar que ni nuestras instituciones ni nuestros métodos son los más adecuados para atender la situación de muchos de nuestros connacionales.


Rubén Limardo
Esta reflexión surge de los sorprendentes términos en que se ha ponderado la victoria de Limardo. Más que en sus méritos deportivos, la discusión parece haberse centrado en la eventual afiliación política del atleta. Y más que en el hecho de que su logro es el resultado de un considerable esfuerzo personal y una apropiada estrategia, parece que para explicar su triunfo bastara la feliz coincidencia de haber sido tocado por la mágica varita del gentilicio: es venezolano.


El diccionario de la Real Academia Española define el chauvinismo como la “exaltación desmesurada de lo nacional frente a lo extranjero”. El término, por cierto, parece provenir de la obra de teatro La Cocarde Tricolore (1831) de los hermanos Cogniard. En ella se satirizaba, a través de uno de los personajes, el fervor patriótico de Nicolas Chauvin, soldado de las huestes napoleónicas, famoso por su exaltación y su arrogancia.


Exacerbar los sentimientos nacionalistas puede ser un recurso para persuadir a las masas e inducirlas a actuar aun en contra de lo que el sentido común y la tolerancia dictan. Este procedimiento, con frecuencia asociado a ideologías totalitarias, puede a veces lograr la unidad en torno a ciertos valores. De hecho, el culto al héroe durante el siglo XIX y la exaltación de la figura de Bolívar, por ejemplo, contribuyeron a consolidar la unificación y la identidad nacional en momentos en que el país venía de ser sacudido por 730 combates y 26 revoluciones entre 1830 y 1888 (Vilda, 1993).


Sin llegar a esos extremos, una cosa es la más que justificada satisfacción por la tarea bien realizada, y otra permitir que se obnubile la razón necesaria para operar cambios y crecer. Sorprenden los comentarios en las redes sociales no sólo subrayando los méritos locales, sino también expresándose en términos peyorativos a propósito de otros países tradicionalmente vinculados al nuestro, que cuentan a su vez con sus propios méritos, quizá diferentes, pero igualmente válidos. Sorprenden estas actitudes en tiempos en que el concepto de aldea global gana preeminencia. Ya decía Guy de Maupassant, según citaba mi profesora Carmela Bentivenga: “El patriotismo es el huevo de las guerras”.


La ecuación es simple: si seguimos haciendo lo mismo, vamos a obtener los mismos resultados. Los logros no son productos del azar: son fruto de un esfuerzo desplegado conforme a un plan previo. Habría que responsabilizarse, cada uno en su propia parcela, por crecer y desarrollarse con el mayor nivel de calidad posible, en el ánimo de aprovechar al máximo las oportunidades que se plantean, pero también con el propósito de ofrecer lo mejor de cada uno a nuestros compatriotas. Precisamente, por amor a Venezuela

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