sábado, 16 de junio de 2012

Aprender a ser feliz


(El Universal, Caracas, 12 de junio  , 2012)

Resulta complejo abordar el tema  de un eventual aprendizaje de la felicidad. En primer lugar, la posibilidad de entrenarse para alcanzar ese estado de bienestar anhelado por todos suena poco menos que quimérica.
En segundo lugar, conviene plantearse si es lícito o conveniente emprender una acción educativa orientada en este sentido. En un contexto en el que propugnamos la solidaridad, clamamos por sensibilizar a unas personas hacia las carencias y necesidades de otras, nos enrolamos en batallas ecologistas y abogamos por los derechos de los animales, pareciera inadecuado y egoísta dirigir la mirada hacia la propia satisfacción. Pero no es un asunto de simple hedonismo: se trata de favorecer una relación equilibrada del individuo con su ambiente en la que se alcance la autorrealización y se contribuya al crecimiento de aquellos que están en el entorno. Hasta San Francisco de Sales proclamaba: “Un santo triste es un triste santo”
Para que tuviera lugar una práctica educativa de esta naturaleza, tendrían que concurrir tres condiciones: una noción holística del individuo, en la que no se privilegien los factores físicos con respecto a los psicológicos; un pensamiento pedagógico que, en consonancia con esa visión holística del individuo, estimulara una higiene tanto del cuerpo como de la psique y, finalmente, una visión profiláctica de la psicología como ciencia que promueve el bienestar de la persona, potenciando sus fortalezas y fomentando comportamientos que garanticen una buena calidad de vida.
Dentro de esta concepción se enmarca la Psicología Positiva, cuyo principal exponente es Martín Seligman, profesor en la Universidad de Pennsylvania. Durante años él y sus discípulos se han dedicado a estudiar las variables que inciden en el mayor o menor grado de satisfacción de las personas. En contra de lo que pudiera pensarse, y salvo en casos específicos, el dinero no ha resultado ser de los factores más influyentes en este asunto, como tampoco lo es la salud.
Parecen encabezar la lista, en cambio, la gratitud, la actividad filantrópica y el trabajar en campos que nos gustan y en los que podemos alcanzar un buen nivel de desempeño. En todo caso, lo que está claro es que sí es posible cultivar actitudes y actividades que contribuyan a hacernos más felices.
Por añadidura, la Psicología Positiva hace uso de categorías asociadas a valores que se han trabajado tradicionalmente en la escuela, como el perdón y el agradecimiento, pero con una innovación: apreciar las actividades placenteras, tradicionalmente consideradas “improductivas” en un contexto utilitarista.
El uso que la educación haga de los hallazgos realizados en este campo puede tener repercusiones a varios niveles. En una dimensión laboral y organizacional, puede generar profesionales más efectivos y satisfechos mediante una adecuada orientación
vocacional que identifique las fortalezas y preferencias de los estudiantes. En el ámbito colectivo, la promoción de valores como el altruismo o la colaboración puede redundar en una efectiva cooperación y en el desarrollo de la conciencia social, así como el desplazamiento de la atención desde el “tener” hacia el “hacer” debería moderar el consumismo al disolver el vínculo que tradicionalmente asocia la felicidad a la posesión de bienes. Pero, más aún, en la esfera de lo individual, la Psicología Positiva habilita al individuo para sobreponerse a los contratiempos que inevitablemente habrá de encarar a lo largo de su vida, estimulando el perdón y la resiliencia, capacidad para hacer frente a las adversidades superándolas y saliendo fortalecidos por ellas. (Grotberg, 1995)
La escuela debería ser pues, por antonomasia, el lugar en el que se hiciera uso de estos saberes, y donde se facultara a la persona para identificar y potenciar sus habilidades, velando por su propio bienestar en la relación con su entorno y con sus semejantes. ¿O acaso no es éste un fin plausible de la Educación?

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