viernes, 20 de septiembre de 2013

La Misa de los Mártires del siglo XX

El Universal, 17 de septiembre de 2013





Tras la victoria en 1930 de lo que llegaría a ser el Frente Popular, las Cortes Constituyentes convirtieron España en una “República de trabajadores de todas las clases”, concedieron la autonomía al País Vasco y a Cataluña, y separaron la Iglesia del Estado.

Dicha separación es una de las razones que podrían explicar por qué en 1936 los católicos conservadores hicieron causa común con los antiguos monárquicos de la “Renovación Nacional”, los carlistas de la Nueva Organización de Falange Española y las Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalistas en contra de los republicanos y los partidos de izquierda, considerados como una facción extremista: los rojos.

A partir de entonces, la Iglesia quedó en lo que habría de considerarse el bando “opresor”, el más conservador y tradicionalista, mientras que en el lado republicano se concentraría la élite intelectual, consustanciada con la lucha por la justicia social, abanderada de los desfavorecidos e identificada con los valores más raigales de la cultura popular. De hecho, aun pervive en muchos españoles la antipatía hacia todo lo que remita a la Iglesia, tan variopinta en sus entrañas, que es posible hallar en ella desde las posturas más reaccionarias y obtusas, hasta las acciones más revolucionarias y comprometidas con los pobres.


La historia ha abominado de las atrocidades cometidas contra los republicanos en ese periodo: baste recordar la ejecución de Miguel Hernández y de Federico García Lorca, o el exilio de Joan Miró, quien comentaría, por ejemplo, a Georges Raillard: “Franco murió hace quince días. No me siento nunca bien. Jamás. Pero así y todo, desde la muerte de Franco, hay una puerta entreabierta. Al menos, se puede respirar mejor. Ya no se habla más de Franco. Pero atención: habrá que hablar siempre del franquismo, del fascismo.” No obstante, una guerra es una guerra, y así como las derechas arremetieron contra sus opositores, también hubo desmanes por parte de la República, cuyo anticlericalismo habría de cebarse en la persecución de los católicos practicantes. Son ellos los mártires del siglo XX, aquellos que fueron perseguidos por causas religiosas.

El 13 de octubre serán beatificados en Tarragona 522 españoles martirizados durante el siglo XX. Ya una ceremonia semejante, celebrada en la Plaza de San Pedro, en Roma, en el año 2007, despertó polémica, al levantarse voces que adujeron que algunos de los supuestos mártires habían sido condenados no por su condición de religiosos, sino por su activismo a favor de la Falange, señalándose por ejemplo al obispo de Cuenca, Cruz Laplana y Laguna, considerado persona muy allegada al General Fanjul. Comoquiera que sea, muchos fueron ajusticiados por sus convicciones cristianas, y han sido considerados mártires al mantener la profesión de su fe en el momento de la ejecución.

Para la ceremonia de beatificación de Tarragona, la Conferencia Episcopal Española solicitó que fuese compuesta una Misa, interpretada por primera vez oficialmente el pasado nueve de septiembre en la Catedral de Santa María la Real de la Almudena en Madrid. Convergieron así las obras de cuatro relevantes compositores contemporáneos: Carlos Criado (Sanctus, Ave Dolens), Pedro Vilarroig (Gloria) Rubén Diez (Aleluya, Dona Nobis) y Kuzma Bodrov, quien se proclamara ganador del Sexto Premio Sergei Prokofiev de San Petersburgo, el certamen de composición más importante de la Federación Rusa. Bodrov aportó el Agnus Dei y el Kyrie, y es el autor de un magnífico Credo que, si bien fue interpretado en el acto de la Almudena, no forma parte de la Misa, en la que se introdujo en cambio el Aleluya de Díez.

La interpretación de la Misa corrió a cargo de la Orquesta y Coro de la Jornada Mundial de la Juventud, dirigidos respectivamente por Borja Quintas y Marina Makhmoutuova. Estas agrupaciones, vinculadas a la visita que realizara el Papa Benedicto XVI a España en 2011, han continuado efectuando diversos conciertos y grabaciones bajo la figura de una Asociación presidida por Pedro Alfaro Uriarte.


El acto de la catedral de la Almudena no pudo resultar más emotivo. Las composiciones, si bien revelaban la diferencia de autor, resultaron bellas y muy bien interpretadas, contando además con el apoyo de dos venezolanas, una integrante del coro y la internacionalmente reconocida arpista Zoraida Avila, quien en esta oportunidad colaboró con su participación.

Al margen de la connotación religiosa del acto, cuyo eje central fue la lectura de las cartas escritas a su familia por dos de los mártires, de 21 y 25 años respectivamente, en vísperas de su fusilamiento, cabe reconocer la belleza y la profesionalidad de una interpretación que logró, sin duda, emocionar a la audiencia.

viernes, 13 de septiembre de 2013

Ramón de la Plaza: arte en el siglo XIX


El Universal, 10 de septiembre de 2013

Durante varios años me he interesado en reconstruir y analizar la obra de un personaje al que poca importancia se ha concedido en relación a la influencia que surtió sobre las artes venezolanas del siglo XIX: Ramón de la Plaza Manrique.

A más de ser músico, diputado y diplomático, se desempeñó desde 1877 como primer director y organizador del Instituto de Bellas Artes, y, sin desvincularse de la vida política, asumió como prioridad el estudio de las manifestaciones artísticas de nuestro país, lo que conforma el basamento de su obra literaria.

La trascendencia de Ramón de la Plaza proviene, en primer lugar, de ser el primero en intentar una sistematización de datos relativos a la historia del arte local mediante sus Ensayos sobre el arte en Venezuela y, en segundo lugar, de la influencia que surtirían sus opiniones sobre el desarrollo de plástica nacional.


De la Plaza era considerado una autoridad en materia de arte, como lo evidencian su correspondencia, el hecho de que muchos le enviaran objetos para su colección, según comenta él mismo en sus Ensayos, y la alta jerarquía de los cargos que llegó a desempeñar. En consecuencia, sus juicios han debido de ser tomados muy en cuenta como referencia, lo cual favorecería el desarrollo de las manifestaciones que se ajustaban a sus criterios de bondad, e inhibiría el de otras expresiones que no eran de su agrado. El Impresionismo, por ejemplo, le merece la calificación de "escuela de los despropósitos", y fustiga a Pedro Emilio Rodríguez Flegel por haberse adscrito a esta tendencia pictórica (1883).


Así, el deseo de la gloria debió de impulsar a muchos a ceñirse a los patrones de Ramón de la
Plaza, con la esperanza de verse exaltados por sus apreciaciones críticas; mientras que, quizás, otros talentos permanecieron ignorados por obrar de acuerdo con las tendencias revolucionarias.

Es autor de diversas obras, la más importante de las cuales es la ya mencionada Ensayos sobre el Arte en Venezuela, reproducida en 1895 en el Primer libro venezolano de literatura, ciencias y bellas artes, seguida de un texto complementario. Esta obra constituye una recopilación de cinco ensayos que, en suma, dan cuenta del estado de las artes y de las ideas estéticas predominantes en Venezuela para aquel entonces, aportando además innúmeros datos biográficos de artistas venezolanos, datos de incalculable valor para la reconstrucción de la desmedrada historia del arte venezolano. En 1884 publica El drama lírico y la lengua castellana como elemento musical.


Si bien la parte más conocida de la obra de Ramón de la Plaza la constituyen estos dos libros, así

como un texto crítico acerca de la Exposición Nacional del Centenario, celebrada en Caracas en 1883, no deben desdeñarse otras fuentes para el estudio de sus ideas estéticas, dispersas en su correspondencia, en sus discursos, y en los artículos que publicaba regularmente en diarios y revistas locales.

El estudio del pensamiento estético de Ramón de la Plaza reviste gran interés en dos sentidos: en primer lugar, como contribución al estudio de la historia del arte venezolano del siglo XIX, mediante el aporte de datos concernientes a ese período y a tan importante personaje, y en segundo lugar como referencia explicativa del curso que siguen los acontecimientos artísticos en Venezuela durante el siglo XIX, al poner de manifiesto el sistema de valores estéticos vigentes para la época, hasta ahora implícito en los textos el autor. Debe recordarse que de la Plaza representaba la estética oficial, en tanto sus funciones estuvieron permanentemente asociadas a las designaciones del Gobierno, principal comitente de obras y monumentos para entonces.

Mario Milanca Guzmán, Roldán Esteva Grillet, Roberto Lovera de Sola y Simón Noriega son algunos de los autores que han tenido el acierto de investigar y exaltar la figura de Ramón de la Plaza, así como José María Salvador, que acometió sistemáticamente el rastreo y recopilación de sus textos. Todavía queda mucho por decir acerca de un venezolano que, además, fue el primero en considerar como arte a nuestras expresiones aborígenes locales.

viernes, 6 de septiembre de 2013

Lo latinoamericano en Alejandro Obregón

Madrid, Es Hora, 6 de septiembre de 2013

Discernir qué es lo que hay de latinoamericano en la obra de Alejandro Obregón impone participar en la discusión de temas que durante mucho tiempo permanecerán en el tapete, como el de si es posible considerar latinoamericana una obra por el mero hecho de haber sido pintada en América Latina. Porque –fuerza es decirlo—Obregón, considerado uno de los más conspicuos exponentes del arte latinoamericano, no sólo nació en Barcelona, España, sino que transcurrió muy poco tiempo de su infancia y juventud en Colombia.

Obregón en efecto, vive en Barranquilla desde los seis hasta los nueve años, una edad en la que se es suficientemente permeable como para que el medio colombiano dejara su impronta en el artista. Pero pronto regresa a Barcelona, desde donde pasará a estudiar en Lancastershire, Inglaterra. Más tarde se trasladará a Boston, Massachusetts, para proseguir su formación hasta 1936, cuando regresa a Barranquilla. Allí Obregón colabora en la industria textil de su familia hasta 1938, cuando vivirá una de las experiencias más decisivas en la orientación artística de su vida: la permanencia en la región petrolera del Catatumbo como camionero e intérprete de inglés.

De este modo, aunque debe aceptarse la influencia del medio colombiano y, por ende, latinoamericano, en la pintura de Obregón, también es necesario considerar la diversidad de influjos a los que debió de verse sometido el artista durante su prolongada permanencia en Europa y Norteamérica: “Maestros son los museos, que es donde aprende uno”, diría el artista.

Igualmente debe tomarse en cuenta que la precaria formación artística recibida por el pintor le fue legada en un ámbito no-latinoamericano. Cuando le comunicó a su padre el interés que tenía por convertirse en pintor, éste le acompañó de regreso a Boston, en donde fue rechazado como alumno en la Escuela de Bellas Artes. Así pues, no tuvo otra opción que inscribirse en las clases para niños que se dictaban en el sótano del Museo de esa ciudad. De allí lo rescató, al parecer por simpatía, el director de la Academia, que finalmente decidió aceptarlo. Pero en 1942 Obregón es designado Vice-Cónsul en Barcelona, España, de modo que se ve obligado a interrumpir sus estudios. En Barcelona se inscribe en la academia del pintor Vilarrufat hasta que, según narrara él mismo, un día el pintor le preguntó “¿Así es como pintáis en Suramérica?” Y Obregón se dijo: “Esta no me sirve”. Se fue, entonces, a pintar solo, por las tardes.

Las obras que datan de esa época delatan la inequívoca influencia del cubismo, del que el propio Obregón se confiesa deudor. Esta tendencia geometrizante, que signaría sus obras desde entonces, no desaparecerá sino en 1958, tras un breve viaje a Europa y los Estados Unidos, donde tuvo la oportunidad de apreciar las obras de los informalistas europeos y de los abstracto-expresionistas norteamericanos, sobre todo, de los cultores de la Action-Painting . Llega inclusive a utilizar el dripping en su obra Homenaje a Figurita.

Pero en la pintura de Obregón, así como son muchas y muy decisivas las influencias provenientes de Europa y Norteamérica, no son menos aquéllas de origen latinoamericano. Más allá de los rasgos idiosincráticos que debió de recibir el artista a través de la educación que le brindara su familia y mediante sus esporádicas visitas a Colombia, tres factores resultan determinantes en su vocación americanista. El primero es, como ya se mencionó antes, el tiempo que el pintor transcurre en el Catatumbo.

El mismo Obregón relata: “Un día me fui a manejar camiones al Catatumbo. Estuve un año y
regresé. Mi padre estaba en una gran cena y le conté.

-¿Y? ¿Te gustó el petróleo? ¿Hiciste conexiones?

-No. Quiero pintar.

Creo que fue el Catatumbo el que forjó mi vocación artística. Esa región salvaje, tremenda. Estábamos construyendo la carretera para poner el oleoducto. Los indios motilones mataban al que pasaba. Mataron a doce americanos. Y entonces le dije a mi padre: “No. Voy a pintar”.
En segundo lugar, Obregón alterna en Europa con otros artistas latinoamericanos, cuya influencia reconoce: “Yo creo que tengo influencia de Lam […] Principalmente, Lam, Tamayo, De Syszlo. Matta, mucho…”

En tercer lugar, la pintura constituye para Obregón una reacción ante el medio ambiente que lo envuelve (“porque uno es todo ojos, ¿no? Uno ve una cosa e inmediatamente hay que indagar en esa cosa y que expresarla como tema”).

La producción pictórica de Alejandro Obregón, siempre alusiva a la realidad circundante, se organiza en series que tratan de diferentes temas. La naturaleza es una constante en su pintura, bien como tema en sí misma, como cuando la flora se expresa en sus Amazonias, bien como el contexto del que emergen los protagonistas de sus obras, tales como Icaros y Angelas.

De algún modo, el artista se maravilla ante la exuberancia del medio, y pretende con su obra rendir
un homenaje a esa naturaleza indómita que le rodea. Las Amazonias representan las plantas carnívoras del Amazonas. “La sarracenia, la bembicoides, la androvanda…¡Tienen unos nombres! Hay diez.
Diez flores carnívoras, que tienen unos nombres sensacionales que ahora no recuerdo”. Pero Obregón también traduce a través de sus temas, asumidos de la geografía latinoamericana, sus propios sentimientos y percepciones. “Las Amazonias son… Es curioso: me salieron muy violentas también”.

Campean en sus telas tanto ejemplares de la fauna regional como sus hibridaciones: cóndores, alcatraces y mojarras, al igual que toro-cóndores y ave-toro-pez-cabras.
En cierto periodo, los animales son sustituidos por sus esqueletos. Dice Obregón: “La serie Los huesos de mis bestias fue producto de un día que decidí no pintar más animales. En el fondo yo no pinto animales. No los considero animales […] Son otra cosa. Y los eliminé pintando los huesos ¡Y no hubo forma! ¡Volvieron a surgir!”

Otros cuadros revisten un carácter marcadamente denunciativo. Constituyen una reacción ante diversos eventos acaecidos en el entorno. Pero no siempre sus lienzos hablan de la violencia que ejerce el hombre sobre el hombre. Las treinta y siete versiones que constituyen la serie Desastre en la ciénaga, todas ellas de pequeño formato, fueron pintadas por Obregón en apenas unos días cuando se enteró de la destrucción ecológica que se había producido en la Ciénaga de Boca Grande, frente a Cartagena. La construcción de una carretera por entre los mangles, al impedir el intercambio de agua dulce y salobre, provocó una enorme mortandad de especies animales y vegetales que prosperaban en dicho ecosistema.

Resulta inevitable, pues, que la pintura de Obregón hable de América, si el artista en su pintura habla de lo que le rodea.

Uno de los clichés más difundidos en la literatura crítica es el de que la plástica latinoamericana se caracteriza por su vibrante colorido, rasgo que no es exclusivo de los pintores de Hispanoamérica, como se evidenciara al citar, por ejemplo, a Gauguin, a los pintores fauves, a los expresionistas, a los artistas del grupo Cobra, al último Picasso. Del mismo modo, es preciso destacar la sobriedad de la paleta de Joaquín Torres-García o de Francisco Toledo como argumento en contra de quienes aducen que existe un “colorido tropical”.

En el caso específico de Obregón, el colorido es uno de los aspectos que más ha cautivado la atención de los críticos. Cierto es que, cuando el pintor se instala definitivamente en Barranquilla, comienza a operarse una transformación en su paleta hacia tonos más vivos. Pero también es verdad que antes ya había tenido contacto con el trópico, sin que eso se reflejara en el colorido de sus cuadros.

El hecho es que el manejo del color depende, en cada caso, de motivaciones puramente puntuales, y en algunos casos, totalmente pragmáticas: “Eso puede depender de que de repente se te acaba un color, y mientras vas a Miami a comprar otro… Así de pedestre. Todo es posible, verá usted. ¿Se agotó el rojo? Pues pintemos en azul”.
No es viable, pues, justificar su viva paleta mediante la simple explicación de que “es latinoamericano”.

En cuanto al estilo, el pintor se resiste a identificarse con movimientos o corrientes de ninguna índole, latinoamericanos o no. Procura, más bien, hallar un lenguaje propio que le permita expresarse. A esta búsqueda responde la pincelada gestual, barrida, que permite reconocer a su autor. Es cierto que ésta emerge cuando ya se halla radicado en América Latina, pero obedece a la prisa que caracteriza su modo de hacer, al igual que la selección del acrílico como material: Debido a la rapidez del secado, el acrílico permite intervenir rápidamente, una capa sobre otra, hasta lograr el efecto deseado.

En síntesis: la tendencia de Obregón a utilizar la pintura catárticamente, como modo de reaccionar y expresar las sensaciones que, agradables o no, le inspira el contexto, hace que en sus lienzos se refleje el medio latinoamericano, a veces con intención denunciativa, a veces como una manera de recrearse en las imágenes de una naturaleza propia de la región, sin que pueda afirmarse que otros elementos plástico formales, el estilo, el lenguaje o el colorido sean característicos de la zona. Otras imágenes y otras anécdotas emergieron de sus cuadros en una primera época; pero, una vez radicado en Cartagena, su obra se apropia de un imaginario que da cuenta de su tiempo, recurriendo a los hechos y los objetos propios de su Colombia natal.

martes, 3 de septiembre de 2013

Tras la pausa: Simonetta Agnello Hornby

El Universal, 3 de septiembre de 2013

Retomar la rutina tras las vacaciones, aun para quienes disfrutan del trabajo que realizan, puede resultar cuesta arriba. Reajustar los horarios, reducir el tiempo de ocio, e incluso los desplazamientos, puede generar desazón, ansiedad y hasta trastornos del apetito o del sueño.
Los expertos recomiendan, de cara a esta panorama, que la transición hacia la rutina se efectúe de manera gradual, y que se reserven momentos para el disfrute, para actividades que prolonguen la sensación de sosiego propia de las vacaciones, sin que “la vuelta al cole” se perciba como una pérdida drástica de la cuota de placer que es necesaria en nuestras vidas.

Una buena alternativa es recurrir al ejercicio, si puede ser, al aire libre, lo que contribuye a drenar tensiones y a generar las endorfinas responsables de nuestra sensación de bienestar. Otra posibilidad es optar por la lectura, lo que además permite “desconectar” transitoriamente de la presión del día a día.

Radicada en Londres desde 1972, tras su matrimonio con un inglés, Simonetta Agniello Hornby es abogada, y mantiene un despacho en Brixton, un barrio del sur de Londres, cuya población es mayoritariamente musulmana y de origen caribeño. Agniello no sólo atiende casos relativos a menores desfavorecidos, sino que llegó a ser presidente del tribunal de Necesidades Educativas Especiales e Incapacidad, tarea que alternaba con sus quehaceres como profesor de Derecho de Menores en la Universidad de Leicester.

Sin embargo, esta mujer se ha dado a conocer por su obra literaria, en la que aborda con una
mirada, a la vez amorosa y crítica, su Sicilia natal.

La escritora nació en Palermo en 1945, y transcurrió su infancia en la vetusta casona familiar de Agrigento. De hecho, confiesa no haber asistido al colegio hasta los once años, pues su educación corría a cargo de un preceptor que acudía a casa un par de horas cada día.
En Agrigento podía observar los contrastes entre el modo de vida de la aristocracia a la que ella misma pertenecía y las carencias que experimentaba el grueso de una población que procuraba sobrevivir tras la Segunda Guerra Mundial.

Los libros de Simonetta Agniello recogen estas vivencias e incursionan en las raíces de una estructura social que actuaría como caldo de cultivo para que surgiera y se consolidara la Mafia o, más bien, lo que la escritora denomina “mafiositá”, una tendencia a resolver las cosas recurriendo a contactos e influencias, muy afincada en el espíritu siciliano.


Acreedora de diversos premios literarios, el núcleo de su obra lo constituye lo que la crítica ha dado en llamar “la trilogía siciliana”: La tía marquesa, La mennulara y Boca Sellada, tres libros que retratan la sociedad insular en tres momentos distintos de la historia. De ellos, quizá destaca estilísticamente La mennulara, palabra empleada en dialecto para referirse a las mujeres que recogen las almendras, una actividad fecuente entre la población femenina de la isla.

La narración coral permite reconstuir la historia del personaje central a partir de fragmentos que se van sumando. Cada personaje conoce algún detalle, un episodio de la vida de la protagonista. Las versiones, sin embargo, a veces resultan contradictorias, a veces dejan lagunas, pero siempre ponen en luz los prejuicios y la lectura de la realidad que se tiene desde el estrato al que pertenece quien habla.

Tras la mencionada trilogía la autora ha publicado también otras obras, pero ninguna de ellas desnuda tan sutilmente la omnipresencia de la Mafia y su repercusión en la cotidianidad de la vida siciliana como La Mannulara, su primera novela.

La obra de Agniello Hornby, en fin, resulta una alternativa ideal, amena, emotiva e interesante, para esos ratos de solaz a procurar tras el verano.

martes, 27 de agosto de 2013

El más acá

El Universal, 27 de agosto de 2013

Y es que el reino de los cielos se parece a una mamá que iba a salir y preparó una olla de lentejas. Pero llegó el primero de los niños, y se sirvió una abundante ración; llegó el segundo e hizo otro tanto. Cuando llegó el tercero, ya no quedaban lentejas. ¿A quién habrá que culpar de la inequitativa distribución de los bienes? ¿A la mamá, que había tomado las previsiones para que los tres tuvieran suficiente comida, o a la abusiva repartición que efectuaron los dos primeros niños?

Del mismo modo, la especie humana ha advenido a un mundo maravilloso, espléndido en su naturaleza, rico en dones. Dones que unos cuantos han querido acaparar a costa de la pobreza de otros, hasta desembocar en lo que refiere Lucas, el evangelista, en el capítulo 16, a propósito de la historia de Lázaro el mendigo: “entre nosotros y vosotros se interpone un gran abismo”.

El quinto mandamiento nos trae sin cuidado, y hemos sembrado la destrucción a nuestro paso, a
medias entre la negligencia y la ignorancia. Nuestra miopía nos impide ver el impacto que algunas de nuestras acciones cotidianas surten sobre el medio ambiente; el especismo nos conduce a percibir como naturales los abusos que se cometen contra otros seres vivos: la experimentación en animales, las mutilaciones, el hacinamiento, la tauromaquia y pare usted de contar. Pero el Génesis dice que al principio no era así: “Y vio Dios que era bueno”.

Escurrimos el bulto de nuestra responsabilidad en el caos, y culpamos a Dios del hambre, la guerra y la pobreza, todas invenciones humanas. Recurrimos a Dios como si fuera una farmacia, en pos del remedio a nuestros males, sin percibir que hemos recibido unas capacidades para gestionar el desorden y encontrar soluciones. Eso sí: clamamos por la luz para tomar las decisiones adecuadas y por la fortaleza para emprender las acciones convenientes. Y contamos, sobre todo, con un manual de instrucciones: el Evangelio.

A través de los siglos se ha perpetuado una mirada según la cual esta vida es un valle de lágrimas y su propósito último es ganar la otra, laultraterrena, el más allá: una promesa suficientemente alentadora como para resistir todos los embates que el tiempo quiera presentarnos. Pero mientras, en el más acá hay mucho que hacer.

La palabra “Iglesia” no quiere decir ni institución, ni jerarquía, ni estado. Iglesia significa “reunión de ciudadanos”, una suma de individualidades cada una de las cuales es responsable por hacer su parte. Hay carencias. Hay debilidades. Hay contradicciones. No hay que tener miedo a revisarse, a buscar la manera de llevar a la práctica el Evangelio, a reparar los errores. Si el criollísimo adagio de que “el que come carne de cura, revienta”, fuera cierto, Su Santidad y otros importantes reformadores de la historia habrían de ser presa de una respetable indigestión. Ya en 1194 San Bernardo de Claraval se lamentaba: “La iglesia relumbra por todas partes, pero los pobres tienen hambre.” Una aseveración no tan lejana de la que da nombre a cierto grupo en Facebook: “Cambio tesoros del Vaticano por comida para África, ¿te apuntas?”. Lo único es que este grupo da cabida indiscriminada a todo tipo de argumentos, razonables o no.

Me parece muy valiente la actitud que ha asumido el Papa Francisco, enfrentando con transparencia diversas situaciones. Pero en justicia se debe recordar que al lado de la pederastia, los escándalos del Banco Ambrosiano y la supuesta vinculación con la fábrica de armas Piero Beretta, desmentida, por cierto, por la propia organización en un comunicado (“la empresa desmiente de la manera más firme que el IOR o empresas relacionadas con él sean parte de los accionistas de la propia empresa o de sus filiales”), coexisten en el mundo hospitales, centros de minusválidos, de transeúntes y de enfermos terminales de SIDA; centros de reeducación para marginados sociales; comedores y orfanatos, todo ello mantenido a través de las donaciones erogadas por el bolsillo de los católicos y gestionado a través de la labor de voluntarios. A esto podrían sumarse tareas de mantenimiento y conservación del patrimonio histórico-artístico y la tarea de misioneros que en muchos casos han tomado bajo su protección comunidades, con riesgo de su propia vida, y a veces a costa de ella. La Doctrina Social de la Iglesia viabiliza, en fin, la aspiración a la justicia social, de modo que pueda decirse de nosotros como de aquel cuyos pasos seguimos: “Pasó haciendo el bien”.

martes, 13 de agosto de 2013

Un Espacio Mínimo en Nueva Esparta

El Universal, 13 de agosto de 2013

Graciela Zúñiga
A menudo, la labor del galerista comienza donde termina la del artista plástico: es él quien proyecta la obra y facilita su adquisición, en un proceso que conlleva tareas bastante más complejas que la simple exhibición. Si bien el fin último de la galería suele ser el vender la obra, cada espacio se identifica con un periodo o estilo, y atiende los intereses de un sector concreto del universo de los coleccionistas que constituyen sus potenciales clientes.

Esta empresa supone, a más de una adecuada distribución de las obras, tanto en términos de conservación como en términos expositivos, una labor de investigación que sitúa cada objeto plástico dentro de un contexto en relación al cual adquiere un precio de mercado específico. La obra de arte se concibe, en este entorno, como un valor de cambio.

Sin embargo, más allá de los aspectos comerciales, una exposición involucra otras facetas igualmente importantes. La obra se ha gestado a solas en el silencio del taller y, finalmente, se muestra a otros. En ella ha cristalizado la necesidad de expresión del artista, que se vuelca sobre la materia y le da forma a través de determinados recursos. Culmina en ese punto una etapa, ya satisfecha la urgencia plástica del creador. Pero, acto seguido, comienza un proceso de retroalimentación: el artista constata el efecto que genera el producto al someterlo a la valoración del público, lego o experto, tanto en lo que se refiere a sus cualidades estéticas como en lo tocante a la técnica con que ha sido realizado.

La obra adquiere otra dimensión cuando por fin entra en contacto con el espectador. De allí la importancia de contar con espacios expositivos y, cuando esta iniciativa se emprende no desde una óptica comercial, sino atendiendo a la necesidad de comunicación que experimenta el creador, se genera un diálogo enriquecedor tanto para los que producen arte como para quienes lo “consumen”.
Es por ello que la aparición de Espacio Mínimo en la escena cultural no puede menos que suscitar expectación. Situado en las inmediaciones de Pampatar, promete convertirse en un centro de encuentros para quienes confieren a la plástica especial relevancia en sus vidas.

Espacio Mínimo surge gracias a dos autores que transitan desde hace ya tiempo por los senderos del arte: Graciela Zúñiga e Italo Fuentes. Desde allí pretenden, a partir de la exhibición tanto de sus obras como de las de otros artistas invitados, interactuar directamente con quienes acudan al lugar tras concertar previamente una visita. Se trasciende así el concepto tradicional de la galería según el cual el espectador accede libremente a la exposición y se enfrenta al objeto sin mediación alguna, o con ocasionales intervenciones de expertos en el caso de las visitas guiadas: se trata de establecer una relación creador-espectador vehiculada a través de la obra de arte.

Aunque en principio se trata de un local de quince metros cuadrados, es posible de extender su capacidad a través del uso de otras partes del edificio en el que está emplazado, en función de las necesidades e intenciones de quien exponga.

La inauguración del espacio está prevista para el sábado 31 de agosto a las once de la mañana, con una muestra en la que Italo Fuentes dará a conocer sus Cortezas Planetarias y Graciela
Zúñiga presentará Cromotempo, una serie en la que una vez más hace gala de la sutileza y el colorido delicado que caracteriza su obra.

Espacio Mínimo es prueba de la inquietud que bulle en el medio cultural venezolano, e ilustra como desde diversos puntos de nuestra geografía están acometiéndose iniciativas llamadas a albergar y estimular acciones alrededor de diferentes manifestaciones creativas. Son posiciones novedosas, arriesgadas, que sin duda van dejando su huella en el entorno, y cuyos frutos esperamos sean abundantes, porque el arte es, en fin, una senda que nos conduce a crecer.

martes, 6 de agosto de 2013

Haberlo pensado antes.

El Universal, 6 de agosto de 2013

Hace unos días cierta amiga, a quien tengo en alta estima, me remitió un texto y lo sometió a mi consideración. Se trataba de un artículo publicado en un prestigioso diario italiano cuyo título aproximado podría ser “Los niños que se comportan como bebés surgen en la guardería. Las locuras de la inserción a la italiana”

En él, su autora exponía la inconveniencia de ciertas prácticas relacionadas con el periodo de adaptación al pre-escolar. Concretamente, se lamentaba de la según ella tiránica costumbre de solicitar a los padres que acompañasen un rato cada día a los pequeños durante la primera semana, trastornando el orden y la rutina familiar. En su opinión, enfocar el inicio de la vida escolar dentro de estos parámetros supone sintonizar con una visión de la escuela como algo desagradable.
La autora, madre de gemelos, planteaba las dificultades que enfrentó para satisfacer esta “exigencia” del centro escolar, puesto que los niños pertenecían a dos grupos diferentes. El problema se hubiera resuelto acudiendo el padre a un aula y la madre a otra, pero ello no era posible, ya que la autora estaría de viaje en Londres. El asunto se resolvió supliendo la ausencia de la madre a través de la niñera.

En lo personal, me llama la atención que la articulista concediera prioridad al viaje con respecto a compartir con sus hijos una experiencia tan importante como el primer día de clase, pero desconozco las razones que fundamentaron su decisión.

Al respecto: concuerdo en lo importante de percibir la escuela como un lugar de encuentros, diversión y enriquecimiento, y de transmitir esa percepción al niño. Pero considero sustantivo discriminar entre lo que es la escuela en sí misma y lo que es el tránsito de una vida de bebé, al amparo de padres y cuidadores, a una vida de “niño grande”. Ese cambio supone una de las experiencias que más ansiedad generan al ser humano: la incertidumbre. Se trata de enfrentar un entorno nuevo, con frecuencia atractivo, pero desconocido; de hallarse solo en un medio en el que tiene que aprender cómo desenvolverse, quién es quién y descubrir qué es “lo correcto”, experimentando la reacción de los otros como una función de su propia manera de comportarse.
Todos hemos sido escolarizados y todos sabemos, por experiencia, que la escuela puede ser gratificante, porque ya hemos pasado por ello. Pero el niño no lo sabe: es normal que se enfrente a esa situación con el apoyo de sus padres.

Nuestra actitud le dará pistas: percibirá visceralmente el estado de ánimo de los adultos, así que es importante relajarse y conservar la serenidad, controlando, ya la impaciencia ante las posibles pataletas al resistirse a permanecer en el centro, ya la injustificada sensación de culpa ante la eventual “tristeza” o “indefensión” del pequeño.

Es emocionante constatar cómo el pequeño da un importante paso, tal vez el primero, hacia una vida de autonomía e independencia, y resulta de hecho un privilegio cuando el centro permite acompañar a los niños en esos instantes irrepetibles. A menudo estas “visitas” están restringidas, porque la experiencia dice que son los padres quienes suelen perder los estribos,
con una influencia poco positiva en el niño. Pero, en general, resulta delicioso ver cómo los pequeños interactúan, conocer a sus compañeritos, a sus profesores, el lugar en el que transcurrirá cada día... Es por ello que me maravilla la postura la mencionada autora. No digo que sea su caso, pero el artículo me da pábulo para expresar mi absoluto rechazo a ciertas actitudes que, bajo la consigna de alimentar una supuesta autonomía, escurren el bulto de ciertos compromisos que se adquieren en el momento mismo de la concepción.


Los niños son independientes en la medida que se sienten seguros, y esa seguridad es producto de un entorno que le invita a crecer, a experimentar, a indagar, siempre con el apoyo real, físico y tangente del adulto, que podrá disminuir en la medida en que el niño va creciendo. Resulta muy arriesgado echarlos al mundo solos: es un experimento que puede salir bien o mal….

¿Para qué engañarnos? Ser padres supone un importante consumo de tiempo y energía. Pero existe una modernísima y variada gama de recursos que permiten decidir si tener niños o no, y cuándo. Ellos no piden ser traídos, así que, en el momento que decidimos que nazcan, asumimos un montón de funciones que tendrán repercusión en su vida. Señores: se siente. Hay que aprender a organizarse. Haberlo pensado antes.