lunes, 2 de noviembre de 2015

La edad de la inocencia

El Universal, 2 de noviembre de 2015


La escritora neoyorkina Edith Wharton es un personaje fascinante donde los haya. En paralelo a su carrera literaria, apuntalada básicamente en tres novelas, tuvo la fortaleza de levantar la voz, atreviéndose a desvelar con sutil ironía las interioridades de la aristocracia norteamericana.

Haciendo uso de la influyente posición de la que disfrutaba, desarrolló una importante labor social que le haría acreedora a la Cruz de la Legión de Honor otorgada por el gobierno francés. 

Durante la primera Guerra Mundial, Wharton trabajó para la Cruz Roja, promovió la creación de talleres para mujeres desempleadas y apoyó hospitales para tuberculosos. Una biografía, firmada por el filósofo Jorge Freire en 1985, asevera que en pleno conflicto armado abrió tres albergues, un depósito de ropa y un banco de alimentos, que hizo propaganda política y que recorrió el frente en motocicleta. Encarada, pues, con las miserias de la guerra, mal podría Wharton ser una mujer inocente, ajena a las realidades de la vida.


Sin embargo, La edad de la Inocencia, la novela que la consagraría como escritora al granjearle el Pulitzer en 1921, quizá refleje algo del desencanto experimentado por ella misma, proyectado en el personaje de la condesa Olenska quien, tras tomar la decisión de abandonar a su marido, se enfrenta la censura de que la hace objeto la sociedad norteamericana, en cuyo seno había pretendido refugiarse. Señalada por el escándalo, se ve constreñida por su propia familia a optar entre volver a Europa, junto a su esposo, o permanecer en los Estados Unidos llevando una existencia recatada, lejos de la vida mundana de la élite neoyorkina (Wharton, que sería la primera mujer nombrada doctor honoris causa por la Universidad de Yale, y quien recibiría la medalla de oro de del Instituto Nacional de las Artes y las Letras del gobierno de Estados Unidos, se había divorciado en 1913, harta de las continuas infidelidades de su marido).



Tres versiones cinematográficas se han hecho de La edad de la inocencia, en 1924, 1934 y 1993 respectivamente, así como una adaptación teatral llevada a Broadway en 1928. Previamente, Joshua Reynolds había pintado el retrato homónimo de quien se presume era su sobrina nieta, cuando tenía unos cuatro años, hoy en día exhibido en la Tate Gallery.

Mucho se ha escrito sobre esa especie de estado de gracia que confiere la inocencia, esa forma de beatitud derivada de la ignorancia, del desconocimiento de las facetas menos gratas de la vida. Sin embargo, poco énfasis se ha hecho en el doloroso abrir los ojos que comporta el crecimiento.

Seguramente fue Rousseau de los primeros en clamar porque se reconociera y respetara la condición de niño de los educandos a través de su Emilio, libro calificado como impío, escandaloso y ofensivo, y que ocasionaría la intempestiva salida de Francia de su autor para evitar la cárcel.

Solo quienes participan de la idea de que todo tiempo pasado fue mejor pueden suscribir la sandez de que se es feliz por el mero hecho de ser niño. Hay niñeces de todo tipo y, hoy, quisiera romper una lanza por todos aquellos niños “normales” que, sin padecer de hambre en Etiopía ni ser refugiados somalíes, se ven sometidos a toda clase de presiones.

Día a día libran sus propias batallas, conquistan sus propias cúspides y se adaptan a los horarios de los mayores. Carecen de hegemonía para tomar sus decisiones y cualquier cuestionamiento lúcido es interpretado como una “falta de respeto”. Junto al deslumbramiento gozoso y el asombro, corre una rutina diseñada para comodidad de los adultos. Sin duda, merecen ser escuchados mientras atraviesan por esta pretendida Arcadia, cuyas mieles nos promete la edad de la inocencia.

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