lunes, 6 de julio de 2015

¿Libros muertos?

El Universal, 6 de julio de 2015

Cuando en 2012 la Academia confirió el Oscar a Los fantásticos libros voladores del Señor Morris Lessmore como mejor cortometraje animado, el director y escritor de la historia, William Joyce, fue entrevistado .

En el corto, mudo, el señor Lessmore se ve arrebatado por un huracán mientras escribe, al más puro estilo de Dorothy en El Mago de Oz. Acaba en un erial en donde las letras flotan desordenadas, como las propias historias, tras haberse desprendido de los textos, cuyas páginas se ofrecen ahora en blanco. El hombre contempla, asombrado, cómo sobre su cabeza pasa volando una mujer suspendida por una bandada de libros, uno de los cuales conduce a Lessmore hasta el lugar en donde habrá de transcurrir el resto de sus días: una biblioteca. A partir de entonces,el hombre contribuye a transformar la vida de quienes le rodean mediante las obras allí almacenadas, lo que se expresa en que los personajes, hasta entonces en blanco y negro, van cobrando color.

William Joyce explicó que el corto constituía una metáfora de un episodio real del que había sido testigo: tras el huracán Katrina, que asoló Nueva Orleans en 2005, las calles quedaron llenas de libros que habían sido arrancados de casas y bibliotecas. En paralelo, casi cinco millones de volúmenes donados a los refugios se transformaron en el reducto a través del cual muchas personas que habían perdido todo, incluso su privacidad, habían podido evadirse de la trágica realidad.

El poder de los libros es incuestionable: no en vano han sido quemados y censurados a través de la historia con la intención de contener infinidad de cambios, impidiendo que su semilla fecundara las conciencias y engendrara pensamientos indeseables. Quizá por eso me llamó la atención encontrar en un periódico catalán un artículo que se refería a las tres muertes por las que atraviesan los libros.

Bohumil Hrabal
En realidad, el artículo versaba sobre la suerte que corren los libros que no son vendidos, cuyo destino último termina por ser la pasta de papel que se emplea para fabricar, por ejemplo, los recipientes de cartón parafinado en que se envasa la leche. Tal es también el argumento de Una soledad demasiado ruidosa, del escritor checo Bohumil Hrabal, una obra que, en su brevedad, destaca por la intensidad de las emociones que contiene, por la riqueza de estímulos con que bombardea al lector, por los torrentes de realidad con que lo abruma: “De hecho, los que trabajan con papel viejo no son humanos, de la misma manera que tampoco lo es el cielo, yo ya sé que alguien lo tiene que hacer, pero en el fondo mi trabajo se reduce a una matanza de inocentes, tal como la pintó Pieter Brueghel, la semana pasada envolví todas las balas con la reproducción de ese cuadro, hoy, en cambio, me iluminaba el amarillo y el dorado de los Girasoles de Van Gogh, de sus círculos y sus puntos, y este resplandor acrecentaba mi sentido de lo trágico”

Pero ¿cómo puede pensarse que un libro, un conjunto de ideas, de pensamientos transcritos a palabras, pueda morir? Un libro no es una sucesión de hojas de papel encuadernadas: hay que distinguir el contenido del continente. Acaso el papel se pueda ver mancillado; acaso una historia pueda verse confinada al olvido; pero morir, no muere.

En el cortometraje de Joyce, un libro agoniza. Lessmore lo rescata de la muerte mediante la lectura de sus páginas. Es la reacción que se produce cuando entran en contacto el libro y el lector lo que confiere este mágico poder a la palabra, y hace de ella cosa viva. Mientras tanto, el contenido permanece allí, latente, preservado amorosamente en el papel, a la espera de que se produzca, una vez más, la síntesis transformadora que ocurre en la lectura.

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