martes, 15 de octubre de 2013

En el Metro

El Universal, 15 de octubre de 2013


Transito, absorta en mis pensamientos, el epicentro vivo, palpitante, de esa urbe inconmensurable en la que habito. Tal vez adormilada todavía, recorro las galerías que descienden, cada vez más profundas, alejándose del edificio del gobierno que se yergue en la superficie, cubriéndolas.

Camino ajena a la naturaleza de la colmena que recorro, con la certeza apenas de que hay un reloj al que vuelvo los ojos diariamente para verificar que voy en hora.

Como en una fila de hormigas, la multitud se desplaza. Contemplo desde la altura los personajillos, empequeñecidos por la distancia, que se suceden uno tras otro, como si se tratara de un ballet concertado.

Paisaje humano, horizonte vivo. Amo sentirme parte de esta muchedumbre anónima, suma de individualidades de fisonomía vaga.

Debe de ser esta vocación de corre-ve-y-dile la que me empuja a regodearme en cada rostro, a buscar una historia en cada uno. Mi madre parafraseaba a André Maurois: "todo hombre que conozco es superior a mí en algún sentido", o lo que es lo mismo: cada persona es un hallazgo.

Y así me empeño día a día en descifrar miradas, en escuchar conversaciones aledañas, compadeciéndome de los viajantes que dormitan, acurrucados, con la cabeza apoyada en el cristal de la ventania, acaso entumecidos por el frío.

La escalera mecánica baja. Al término del trayecto, vislumbro al muchacho. Se ha apostado en el lugar exacto en el que se bifurca el contingente humano que se interna en las entrañas de la ciudad. Está en el punto justo en que la pared impele a decidir, impostergablemente, si girar a la derecha o a la izquierda.

Son apenas las siete. ¿a qué hora ha llegado? Para llegar aquí ¿a qué hora ha salido? Cargar el teclado. Instalarse. Desmontar las razones que le habrán opuesto para quedarse… Suspira, y toda esa rutina se me antoja demasiado pesada para sus, quizá, veinte años.

No me entero de lo que está tocando. Me fijo apenas en la mirada cansada, circundada de sombras, que relumbra tras los mechones que le caen en la frente.

Entre dos interpretaciones se despereza y revela la incomodidad que experimenta su cuerpo embutido en el abrigo guateado, quizá demasiado cálido para la temporada. Debió de vestirlo en la oscuridad, antes de que despuntara la mañana, cuando todavía hacía frío.

Giro a la derecha y lo pierdo de vista. Pero la música me corrobora que sigue estando allí.

Cu-cú… Y me inclino para espiarlo desde el muro que lo separa del andén en que me encuentro. A mi lado, una mujer, enfundada en un abrigo gris, saca una moneda del bolso y ladea tristemente la cabeza, conmovida, no sé si por el chico o por el Claro de luna de Debussy, que se tiende de un lado a otro de los raíles…

Cu-cú…

Me mira y sonríe. Entre dos acordes, alcanza a levantar la mano y recoger de sus labios un beso que se desprende de sus dedos y me alcanza, ya a bordo del vagón, un segundo exacto antes de que se cierren las puertas y de que el tren me arrastre consigo, en su vertiginoso deambular, hacia la oscuridad y hacia la vida.

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