En España, la persona que más sabe de hallacas se llama Eugenia Adam. No sólo hace gala de una magnífica sazón, haciendo honor a las tradiciones familiares (bastará recordar las recetas de Lutecia Adam, colaboradora regular en este diario) sino que además canaliza las apetencias de todos los que atravesamos por esta neurosis de vivir en ambos países al mismo tiempo, organizando desde hace varios años el concurso “La mejor hallaca de Madrid”.
Eugenia, además, es experta en preparar hallacas sin carne, lo cual redunda en el agradecimiento de las facciones vegetarianas de mi familia. Sin embargo, este año se marchó a la France, dejándome a la deriva en lo que a hallaquística se refiere. Ante la imposibilidad de prepararlas yo misma, comenzó el proceso para determinar a quién endilgarle la tarea.
Impensable sobrevivir a un fin de año sin hallacas. Más que una necesidad gastronómica, se trata de un requerimiento emocional. ¿A qué sabe una hallaca?
Seguro que sabe a todo lo que uno le ponga, lo cual varía según la región. Parientes próximas de tamales y pasteles, y de otros preparados similares que se consumen en toda América elaborados bajo el mismo concepto (una masa de maíz a la que se incorporan diversos ingredientes, y que puede cocerse o no en un envoltorio vegetal) en Venezuela tienen la particularidad de consumirse básicamente en la época decembrina, en tanto en otros países se consumen a lo largo de todo el año.
Francisco Herrera Luque explicaba el origen de esta costumbre: nuestros indígenas, al igual que los de otras regiones, se alimentaban en su pobreza de la tradicional masa de maíz a la que añadían un picadillo preparado con las sobras de los alimentos de “la casa grande” en que vivían los terratenientes. Al parecer, el obispo de Caracas, admirado por el contraste entre las suculentas cenas de los mantuanos y el pobre condumio de indios y negros, impuso como penitencia que por Navidad los poderosos comieran el mísero preparado que sus sirvientes, esclavos y manumisos, consumían regularmente, en lugar de las opulentas viandas a las que estaba acostumbrados. Dieron pues los mantuanos en respetar las indicaciones del pontífice, pero amañándolas a su modo, pues introdujeron en el picadillo del relleno toda clase de exquisiteces.
Así pues, la hallaca sabe a lo que sabe el picadillo. Pero es el caso que este año comencé a saborearlas aún antes de ponerlas en la olla. Comencé a degustarlas aún antes de que el proverbial olor de las hojas de plátano se esparciera por toda la casa y aun antes de que comenzara a bullir el agua para calentarlas. Las probé, incluso, antes de tenerlas conmigo.
Comencé a paladear su sabor en el momento justo en que crucé el umbral de la Panadería La Plaza, en el madrileño barrio de Carabanchel. De inmediato afloró la
amabilidad, si bien discreta, de quienes me atendieron, a todas luces compatriotas. Además de ponerse a mis órdenes, dieron rienda suelta a esa gentileza proverbial del venezolano, que va más allá de lo que la buena educación impone, más allá de lo que a la política comercial conviene, y que traduce el espíritu hospitalario propio de nuestra gente. Les faltó tiempo para compartir conmigo un pan de jamón preparado para ellos mismos con el “repele”, con los recortes de los otros panes de jamón preparados para los clientes, sazonado con las disculpas de que no fuera el mejor, porque lo habían preparado para consumo propio.
A eso me saben las hallacas: a cordialidad; a tarea compartida; a Navidad y a casa abierta. Me saben a mi gente y a mi país.
-¿Fuiste a buscar las hallacas?, me preguntó la amiga que me recomendó el sitio.
-Si. Bien amables- le dije. Y mi amiga tuvo que convenir:
- Como buenos venezolanos…
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