El Universal, 23 de octubre de 2012 (reeditado en Generacción y en El Republicano Liberal el lunes 5 de noviembre de 2012)
La encantadora novela
Florentius, que viera la luz a principios
de este año, describe los pormenores del viaje efectuado por Juana la
Loca y Felipe el Hermoso desde Bruselas hasta Toledo, en donde habrían
de jurar como príncipes ante las Cortes. El autor, Fernando Lallana, va
narrando, a partir de una rigurosa labor documental, el fasto de la
caravana que les acompaña a través de un recorrido lleno de vicisitudes,
de inclemencias meteorológicas, de parajes que en verdad existen, de
costumbres de la época y de personajes reales.
Este cuadro que alberga, pese a la áspera cotidianidad del viaje, imágenes de una delicadeza excepcional, contiene un episodio
decididamente elocuente: se trata del punto en el que, llegados a
Burgos, la comitiva participa en los festejos organizados para agasajar a
los futuros príncipes, que incluyen la lidia de una veintena de toros.
El escritor consigue reflejar tanto el entusiasmo del pueblo que observa
la corrida, como el estupor de los extranjeros ante el insólito
espectáculo: "mientras los flamencos, salvo los entregados Hauton y
Florentius, que aplaudían a rabiar, se mantuvieron sentados y atónitos
ante el desenlace". Y, en otro punto, en el que el protagonista
interroga a sus connacionales, cita: "¿De verdad no os gusta este
juego?, preguntó a sus compañeros de atrás, obteniendo simplemente un
gesto de incomprensión".
Lo que la sensibilidad y clarividencia de Lallana apunta, merece ser
recogido como objeto de reflexión: ¿Qué diversión puede entrañar, para
ojos no familiarizados con el toreo, la agonía lenta y cruel de un
animal torturado? Antes bien: la reacción visceral, instintiva,
primitiva, debería ser la repugnancia ante la gratuita carnicería o,
cuando menos, la incomprensión ante la actitud eufórica de quienes
perciben una proeza en el acto de martirizar a un animal.
El toro, si bien supera en volumen al hombre, se halla en desventaja
frente a la turbamulta que lo asedia, que lo acosa, que le inflige
dolor, sin propósito alguno. El placer, acaso, puede estar asociado a
los festejos y los preparativos que se efectúan en torno a la lidia, a
los rituales; pero el acto mismo de sacrificar al animal no puede
entrañar satisfacción alguna, más que la adrenalina desatada por el
riesgo que supone una confrontación de fuerzas en la que es preciso
insistir el animal siempre se encuentra en desventaja.
Si se exalta la valentía del más bien temerario oficio del torero,
otrora empleado como mecanismo de promoción social, cabe también
considerar la cobardía que supone el auténtico abuso de poder en una
situación desigual, diseñada para someter a otro ser vivo,
maltratándole. A quienes admiran la gracia de las figuras del "arte",
cabría proponerles como alternativa que asistieran al ballet.
¿Por qué no a las corridas? Porque suponen el suplicio gratuito de otro
ser vivo; porque contribuyen a perpetuar una visión en la que el
hombre se erige como amo y señor de la naturaleza, sin reconocer su
interdependencia con los otros elementos del medio y su subordinación al
bienestar y conservación del ambiente; porque son una sórdida
expresión de irrespeto a la vida.
Las corridas son, no obstante, apenas una de las formas en que se somete
a otras especies a la brutalidad. La experimentación en laboratorios y
las condiciones en las que se mantienen los animales destinados al
consumo resultan vergonzosas. En este sentido, muchos venezolanos se han
comprometido con la causa animalista, haciendo labor inclusive a nivel
internacional, como es el caso de Alessandro Zara y Lucy Alio.
En el año 2009, ante los argumentos planteados por Nicolás Álvarez, los
concejales del municipio Libertador declaraban a Caracas ciudad
antitaurina, convirtiéndose así en la primera capital del mundo en fijar
posición respecto a este tema. Tal vez sería oportuno evocar la
consigna de nuestro Himno: seguid el ejemplo que Caracas dio.
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