El Universal, 6 de noviembre de 2012
Esta variedad de ceremonias y rituales, que tienen lugar alrededor de las festividades de Todos los Santos y de los Fieles Difuntos, refleja las múltiples variantes en que el ser humano se relaciona con la muerte y con los muertos, y da cuenta también de la importancia que se concede al fallecer como parte de la vida misma. Sin embargo, más allá de la loable intención de venerar la memoria de los difuntos, de reconocer , como es el caso de México, la importancia de los ancestros como la raíz que unifica y confiere identidad, resulta decisivo enfatizar la importancia que tiene el duelo para superar el deceso de un ser querido.
Aunque en el primer momento puede parecer imposible recuperarse de la pérdida, paulatinamente el dolor cede. Este proceso puede prolongarse más o menos, dependiendo de diversas circunstancias.
Hasta no hace mucho, el luto se entendía como una manifestación del decoro que, por una parte, evidenciaba ante los ojos de terceros del afecto que se profesaba al difunto y, por otra, procuraba conservar ese estado de melancolía propio de cuando se ha experimentado una pérdida recientemente. Así, el doliente comunicaba su situación a quienes le rodeaban a través de sus vestiduras, con lo que se prevenía a las personas del entorno acerca de su vulnerabilidad y se llamaba a que le trataran con cierta consideración.
La primera reacción es la negación, la incredulidad, como una forma de no asumir la separación y de resistirse a aceptar que la persona no volverá, pero una adecuada elaboración del duelo (el proceso que transcurre desde que la pérdida se produce hasta que se supera) requiere que la persona tome contacto con sus sentimientos.
Quizá algunas ideas podrían ayudar a pasar por este proceso: la conciencia de que superar el dolor no significa dejar de querer a la persona que se ha marchado; el comprender que ser capaz de disfrutar de algunas cosas no supone que se le extrañe menos ni constituye una especie de "traición" que deba generar sentimientos de culpa; el asumir que es irreal pretender que no esté allí ese vacío, pero que se puede aprender a vivir con él. Y, sobre todo, el ir recuperando la alegría y la gratitud por los buenos momentos compartidos, perpetuando en cierto modo la permanencia de esa persona a nuestro lado a través de sus enseñanzas y de los sentimientos que, aun ausente, sigue encendiendo entre nosotros.
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