Madrid, Es Hora, 6 de septiembre de 2013
Discernir qué es lo que hay de latinoamericano en la obra de Alejandro Obregón impone participar en la discusión de temas que durante mucho tiempo permanecerán en el tapete, como el de si es posible considerar latinoamericana una obra por el mero hecho de haber sido pintada en América Latina. Porque –fuerza es decirlo—Obregón, considerado uno de los más conspicuos exponentes del arte latinoamericano, no sólo nació en Barcelona, España, sino que transcurrió muy poco tiempo de su infancia y juventud en Colombia.
Obregón en efecto, vive en Barranquilla desde los seis hasta los nueve años, una edad en la que se es suficientemente permeable como para que el medio colombiano dejara su impronta en el artista. Pero pronto regresa a Barcelona, desde donde pasará a estudiar en Lancastershire, Inglaterra. Más tarde se trasladará a Boston, Massachusetts, para proseguir su formación hasta 1936, cuando regresa a Barranquilla. Allí Obregón colabora en la industria textil de su familia hasta 1938, cuando vivirá una de las experiencias más decisivas en la orientación artística de su vida: la permanencia en la región petrolera del Catatumbo como camionero e intérprete de inglés.
De este modo, aunque debe aceptarse la influencia del medio colombiano y, por ende, latinoamericano, en la pintura de Obregón, también es necesario considerar la diversidad de influjos a los que debió de verse sometido el artista durante su prolongada permanencia en Europa y Norteamérica: “Maestros son los museos, que es donde aprende uno”, diría el artista.
Igualmente debe tomarse en cuenta que la precaria formación artística recibida por el pintor le fue legada en un ámbito no-latinoamericano. Cuando le comunicó a su padre el interés que tenía por convertirse en pintor, éste le acompañó de regreso a Boston, en donde fue rechazado como alumno en la Escuela de Bellas Artes. Así pues, no tuvo otra opción que inscribirse en las clases para niños que se dictaban en el sótano del Museo de esa ciudad. De allí lo rescató, al parecer por simpatía, el director de la Academia, que finalmente decidió aceptarlo. Pero en 1942 Obregón es designado Vice-Cónsul en Barcelona, España, de modo que se ve obligado a interrumpir sus estudios. En Barcelona se inscribe en la academia del pintor Vilarrufat hasta que, según narrara él mismo, un día el pintor le preguntó “¿Así es como pintáis en Suramérica?” Y Obregón se dijo: “Esta no me sirve”. Se fue, entonces, a pintar solo, por las tardes.
Las obras que datan de esa época delatan la inequívoca influencia del cubismo, del que el propio Obregón se confiesa deudor. Esta tendencia geometrizante, que signaría sus obras desde entonces, no desaparecerá sino en 1958, tras un breve viaje a Europa y los Estados Unidos, donde tuvo la oportunidad de apreciar las obras de los informalistas europeos y de los abstracto-expresionistas norteamericanos, sobre todo, de los cultores de la Action-Painting . Llega inclusive a utilizar el dripping en su obra
Homenaje a Figurita.
Pero en la pintura de Obregón, así como son muchas y muy decisivas las influencias provenientes de Europa y Norteamérica, no son menos aquéllas de origen latinoamericano. Más allá de los rasgos idiosincráticos que debió de recibir el artista a través de la educación que le brindara su familia y mediante sus esporádicas visitas a Colombia, tres factores resultan determinantes en su vocación americanista. El primero es, como ya se mencionó antes, el tiempo que el pintor transcurre en el Catatumbo.
El mismo Obregón relata: “Un día me fui a manejar camiones al Catatumbo. Estuve un año y
regresé. Mi padre estaba en una gran cena y le conté.
-¿Y? ¿Te gustó el petróleo? ¿Hiciste conexiones?
-No. Quiero pintar.
Creo que fue el Catatumbo el que forjó mi vocación artística. Esa región salvaje, tremenda. Estábamos construyendo la carretera para poner el oleoducto. Los indios motilones mataban al que pasaba. Mataron a doce americanos. Y entonces le dije a mi padre: “No. Voy a pintar”.
En segundo lugar, Obregón alterna en Europa con otros artistas latinoamericanos, cuya influencia reconoce: “Yo creo que tengo influencia de Lam […] Principalmente, Lam, Tamayo, De Syszlo. Matta, mucho…”
En tercer lugar, la pintura constituye para Obregón una reacción ante el medio ambiente que lo envuelve (“porque uno es todo ojos, ¿no? Uno ve una cosa e inmediatamente hay que indagar en esa cosa y que expresarla como tema”).
La producción pictórica de Alejandro Obregón, siempre alusiva a la realidad circundante, se organiza en series que tratan de diferentes temas. La naturaleza es una constante en su pintura, bien como tema en sí misma, como cuando la flora se expresa en sus Amazonias, bien como el contexto del que emergen los protagonistas de sus obras, tales como Icaros y Angelas.
De algún modo, el artista se maravilla ante la exuberancia del medio, y pretende con su obra rendir
un homenaje a esa naturaleza indómita que le rodea. Las Amazonias representan las plantas carnívoras del Amazonas. “La sarracenia, la bembicoides, la androvanda…¡Tienen unos nombres! Hay diez.
Diez flores carnívoras, que tienen unos nombres sensacionales que ahora no recuerdo”. Pero Obregón también traduce a través de sus temas, asumidos de la geografía latinoamericana, sus propios sentimientos y percepciones. “Las Amazonias son… Es curioso: me salieron muy violentas también”.
Campean en sus telas tanto ejemplares de la fauna regional como sus hibridaciones: cóndores, alcatraces y mojarras, al igual que toro-cóndores y ave-toro-pez-cabras.
En cierto periodo, los animales son sustituidos por sus esqueletos. Dice Obregón: “La serie Los huesos de mis bestias fue producto de un día que decidí no pintar más animales. En el fondo yo no pinto animales. No los considero animales […] Son otra cosa. Y los eliminé pintando los huesos ¡Y no hubo forma! ¡Volvieron a surgir!”
Otros cuadros revisten un carácter marcadamente denunciativo. Constituyen una reacción ante diversos eventos acaecidos en el entorno. Pero no siempre sus lienzos hablan de la violencia que ejerce el hombre sobre el hombre. Las treinta y siete versiones que constituyen la serie Desastre en la ciénaga, todas ellas de pequeño formato, fueron pintadas por Obregón en apenas unos días cuando se enteró de la destrucción ecológica que se había producido en la Ciénaga de Boca Grande, frente a Cartagena. La construcción de una carretera por entre los mangles, al impedir el intercambio de agua dulce y salobre, provocó una enorme mortandad de especies animales y vegetales que prosperaban en dicho ecosistema.
Resulta inevitable, pues, que la pintura de Obregón hable de América, si el artista en su pintura habla de lo que le rodea.
Uno de los clichés más difundidos en la literatura crítica es el de que la plástica latinoamericana se caracteriza por su vibrante colorido, rasgo que no es exclusivo de los pintores de Hispanoamérica, como se evidenciara al citar, por ejemplo, a Gauguin, a los pintores fauves, a los expresionistas, a los artistas del grupo Cobra, al último Picasso. Del mismo modo, es preciso destacar la sobriedad de la paleta de Joaquín Torres-García o de Francisco Toledo como argumento en contra de quienes aducen que existe un “colorido tropical”.
En el caso específico de Obregón, el colorido es uno de los aspectos que más ha cautivado la atención de los críticos. Cierto es que, cuando el pintor se instala definitivamente en Barranquilla, comienza a operarse una transformación en su paleta hacia tonos más vivos. Pero también es verdad que antes ya había tenido contacto con el trópico, sin que eso se reflejara en el colorido de sus cuadros.
El hecho es que el manejo del color depende, en cada caso, de motivaciones puramente puntuales, y en algunos casos, totalmente pragmáticas: “Eso puede depender de que de repente se te acaba un color, y mientras vas a Miami a comprar otro… Así de pedestre. Todo es posible, verá usted. ¿Se agotó el rojo? Pues pintemos en azul”.
No es viable, pues, justificar su viva paleta mediante la simple explicación de que “es latinoamericano”.
En cuanto al estilo, el pintor se resiste a identificarse con movimientos o corrientes de ninguna índole, latinoamericanos o no. Procura, más bien, hallar un lenguaje propio que le permita expresarse. A esta búsqueda responde la pincelada gestual, barrida, que permite reconocer a su autor. Es cierto que ésta emerge cuando ya se halla radicado en América Latina, pero obedece a la prisa que caracteriza su modo de hacer, al igual que la selección del acrílico como material: Debido a la rapidez del secado, el acrílico permite intervenir rápidamente, una capa sobre otra, hasta lograr el efecto deseado.
En síntesis: la tendencia de Obregón a utilizar la pintura catárticamente, como modo de reaccionar y expresar las sensaciones que, agradables o no, le inspira el contexto, hace que en sus lienzos se refleje el medio latinoamericano, a veces con intención denunciativa, a veces como una manera de recrearse en las imágenes de una naturaleza propia de la región, sin que pueda afirmarse que otros elementos plástico formales, el estilo, el lenguaje o el colorido sean característicos de la zona. Otras imágenes y otras anécdotas emergieron de sus cuadros en una primera época; pero, una vez radicado en Cartagena, su obra se apropia de un imaginario que da cuenta de su tiempo, recurriendo a los hechos y los objetos propios de su Colombia natal.