El Universal, 12 de noviembre de 2013
Hace apenas unos días ocasionó gran revuelo el rumor de que habían aparecido en Guacara, estado Carabobo, ciertos grafiti atribuidos a Banksy.
El artista ha venido desarrollando en América un conjunto de acciones, entre las que se cuenta la apertura de un tenderete en el que puso en venta sus obras a precios irrisorios, y una instalación móvil que denunciaba el maltrato al que son sometidos los animales que se trasladan al matadero.
Quienes tuvieron acceso al precario punto de venta de Banksy desperdiciaron la oportunidad de adquirir por unos cuantos dólares las obras escasas y prácticamente inaccesibles del artista británico de identidad incierta (se aventura que su nombre pudiera ser Robin Gunningham).
Ya en 2008 una obra estarcida en las inmediaciones del Centro Sambil de Caracas, que representaba a un
sujeto vomitando la producción periodística venezolana, había sido atribuida a Banksy, o al menos había servido para que se reconociera la influencia del artista en el país. También algunos grupos se habrían apropiado de sus imágenes utilizándolas para hacer propaganda política.
El asunto, que nuevamente pone en luz el punto de que la obra de arte tiene, a más de un valor intrínseco que depende de sus variables plásticas, un valor de mercado que le confiere el hecho de haber sido ejecutada por un autor más o menos cotizado, apunta también a uno de los rasgos más polémicos del grafiti: el intervenir en la propiedad privada. La obra, por valiosa que sea, no es elegida, sino impuesta. Yo, la verdad, me sentiría absolutamente afortunada y feliz si un artista con la calidad de Belin, el hiperrealista sevillano, dejara su impronta en mi fachada. Pero cada quien tiene derecho a identificarse o no con una particular estética.
El grafiti es polémico desde muchos puntos de vista. Hasta su grafía genera debate, y que quede claro: según ha aseverado Arturo Pérez Reverte en Twitter, en castellano se escribe “grafiti”, término que él introdujo personalmente en el diccionario de la RAE. Por cierto, que la última de sus novelas, “El francotirador paciente”, explora el mundo de los grafiteros.
Lo que ya resulta indiscutible es que el grafiti es arte. Ahora bien: también es cierto que no toda representación hecha en un muro es un grafiti. Habría que distinguir entre lo que los españoles denominan “una pintada” (cualquier mensaje pintado a la carrera en un muro) y lo que es un auténtico grafiti: una obra plástica que emplea como soporte una pared o el mobiliario urbano. Se diferencia además, del mural, por su ejecución clandestina, que redunda en el impacto que genera la repentina aparición de la imagen, aprovechando la sorpresa para aumentar el poder de penetración del mensaje, generalmente denunciativo. La inesperada intervención capta la atención pública, así como lo hacen el flashmob o las intempestivas acciones de grupos como Greenpeace o Femen a mayor o menor escala.
Las dificultades que la obra debe vencer son parte de las razones que le confieren un valor añadido a sus cualidades plásticas: debe ser ejecutada en un breve lapso de tiempo, a hurtadillas, y cuanto más inaccesible y sorprendente sea el lugar más mérito tiene, aunque casi siempre termina siendo efímera, debido a las precarias condiciones de conservación que devienen de estar a la intemperie.
Normalmente su autor se mantiene en el anonimato, identificándose apenas a través de un pseudónimo. Las imágenes, más allá de cumplir una función meramente plástica, procuran divulgar algún mensaje con carga denunciativa.
Los Banksy, en concreto, se distinguen por conciliar imágenes en principio contrastantes, propugnando la vigencia de los valores inmanentes, aun en medio de las realidades más hostiles. Destaca así por su belleza la pareja de niños abrazados sobre un montón de basura armamentística, o el joven que se propone perpetrar un atentado mediante el lanzamiento de un ramillete de flores destinado a impactar en un contexto conflictivo.
La agilidad que requiere su ejecución, su temple contestatario y la manifestación de rebeldía que supone infringir una regla, ha llevado a que este arte se asocie normalmente a los jóvenes, a los adolescentes, explosiva combinación de idealismo e inconformismo capaz de quebrantar todas las normas y transformar el status quo.
De hecho, cierta campaña de los laboratorios Pfizer ponía de relieve, a través de un anuncio, esta dualidad,
cuando un joven emplea un grafiti, recurso poco convencional y hasta ilegal, para alcanzar una meta loable: brindar consuelo a una niña enferma. Ello plantea un sinfín de consideraciones morales: ¿el fin justifica los
medios?
En un mundo cargado de violencia e injusticia, yo seguiré admirando esta suerte de terrorismo plástico; el esgrimir la belleza como arma; la humanización de la selva de concreto y el valor para arriesgar el pellejo en pro de los propios ideales.
Hace apenas unos días ocasionó gran revuelo el rumor de que habían aparecido en Guacara, estado Carabobo, ciertos grafiti atribuidos a Banksy.
El artista ha venido desarrollando en América un conjunto de acciones, entre las que se cuenta la apertura de un tenderete en el que puso en venta sus obras a precios irrisorios, y una instalación móvil que denunciaba el maltrato al que son sometidos los animales que se trasladan al matadero.
Quienes tuvieron acceso al precario punto de venta de Banksy desperdiciaron la oportunidad de adquirir por unos cuantos dólares las obras escasas y prácticamente inaccesibles del artista británico de identidad incierta (se aventura que su nombre pudiera ser Robin Gunningham).
Ya en 2008 una obra estarcida en las inmediaciones del Centro Sambil de Caracas, que representaba a un
sujeto vomitando la producción periodística venezolana, había sido atribuida a Banksy, o al menos había servido para que se reconociera la influencia del artista en el país. También algunos grupos se habrían apropiado de sus imágenes utilizándolas para hacer propaganda política.
El asunto, que nuevamente pone en luz el punto de que la obra de arte tiene, a más de un valor intrínseco que depende de sus variables plásticas, un valor de mercado que le confiere el hecho de haber sido ejecutada por un autor más o menos cotizado, apunta también a uno de los rasgos más polémicos del grafiti: el intervenir en la propiedad privada. La obra, por valiosa que sea, no es elegida, sino impuesta. Yo, la verdad, me sentiría absolutamente afortunada y feliz si un artista con la calidad de Belin, el hiperrealista sevillano, dejara su impronta en mi fachada. Pero cada quien tiene derecho a identificarse o no con una particular estética.
El grafiti es polémico desde muchos puntos de vista. Hasta su grafía genera debate, y que quede claro: según ha aseverado Arturo Pérez Reverte en Twitter, en castellano se escribe “grafiti”, término que él introdujo personalmente en el diccionario de la RAE. Por cierto, que la última de sus novelas, “El francotirador paciente”, explora el mundo de los grafiteros.
BELIN |
Las dificultades que la obra debe vencer son parte de las razones que le confieren un valor añadido a sus cualidades plásticas: debe ser ejecutada en un breve lapso de tiempo, a hurtadillas, y cuanto más inaccesible y sorprendente sea el lugar más mérito tiene, aunque casi siempre termina siendo efímera, debido a las precarias condiciones de conservación que devienen de estar a la intemperie.
Normalmente su autor se mantiene en el anonimato, identificándose apenas a través de un pseudónimo. Las imágenes, más allá de cumplir una función meramente plástica, procuran divulgar algún mensaje con carga denunciativa.
Los Banksy, en concreto, se distinguen por conciliar imágenes en principio contrastantes, propugnando la vigencia de los valores inmanentes, aun en medio de las realidades más hostiles. Destaca así por su belleza la pareja de niños abrazados sobre un montón de basura armamentística, o el joven que se propone perpetrar un atentado mediante el lanzamiento de un ramillete de flores destinado a impactar en un contexto conflictivo.
La agilidad que requiere su ejecución, su temple contestatario y la manifestación de rebeldía que supone infringir una regla, ha llevado a que este arte se asocie normalmente a los jóvenes, a los adolescentes, explosiva combinación de idealismo e inconformismo capaz de quebrantar todas las normas y transformar el status quo.
De hecho, cierta campaña de los laboratorios Pfizer ponía de relieve, a través de un anuncio, esta dualidad,
cuando un joven emplea un grafiti, recurso poco convencional y hasta ilegal, para alcanzar una meta loable: brindar consuelo a una niña enferma. Ello plantea un sinfín de consideraciones morales: ¿el fin justifica los
medios?
En un mundo cargado de violencia e injusticia, yo seguiré admirando esta suerte de terrorismo plástico; el esgrimir la belleza como arma; la humanización de la selva de concreto y el valor para arriesgar el pellejo en pro de los propios ideales.
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