Caracas, El Universal 23 de julio de 2013
En 1939, la actriz Judy Garland, madre de la también famosa actriz Liza Minelli, interpretó en el cine a Dorothy, una niña que, para hacer realidad sus anhelos, debía visitar la Ciudad Esmeralda. Allí encontraría al fabuloso Mago de Oz, quien le ayudaría a regresar a casa.
La cinta narra el viaje de Dorothy a través del Camino de Ladrillos Amarillos. En el trayecto, se le van sumando otros personajes que deciden acompañarla animados por la esperanza de que el Mago también atienda sus particulares expectativas: coraje, un cerebro y un corazón son requeridos por un león cobarde, un espantapájaros torpe y un hombre de hojalata frío e insensible, respectivamente.
Desenlace: tras salvar las múltiples vicisitudes del viaje, finalmente llegan a Oz. El Mago les impone
una especie de prueba, pero una vez que la han superado, pretende despacharlos diciéndoles que vuelvan al día siguiente. Impresionados por su magnitud sobrecogedora, estruendosa e incandescente, los desalentados viajeros emprenden la retirada para descubrir que, tras la imponente fachada, se esconde un hombrecillo afable e inofensivo que satisface sus expectativas sin necesidad de recurrir a mayores portentos. Haciéndoles entrega de un diploma, un reloj en forma de corazón y una medalla al valor, les persuade de que ahora poseen los atributos que tanto anhelaban, y de los que en realidad han hecho gala a través de todo el recorrido. Los personajes comienzan a comportarse de otro modo, pese a que lo único que ha cambiado es la percepción que tienen de sí mismos.
Este aspecto de la película, de por sí, merece especial atención. Factores como la aceptación, la confianza y el reconocimiento pueden modificar la autopercepción y, lo que es más importante, el comportamiento de una persona. Es lo que se denomina “efecto Pigmalíón”
Pero el film también apunta a un capítulo que reviste especial vigencia: el de las identidades construidas. Hasta ahora, el marketing procuraba resaltar los aspectos más favorables de un individuo a fin de hacerlo comercialmente atractivo. Es obvio que, si estos aspectos pueden enfatizarse, es porque de hecho están ahí; pero también es cierto que coexisten junto con otros menos loables, más humanos e igualmente aceptables.
Las redes han democratizado esta posibilidad de proyectar una imagen optimizada de sí mismo: es la creación de lo que técnicamente se denomina “marca personal”, y que se alimenta, entre otras cosas, de insinuaciones que, sin afirmar nada que falte a la verdad, dan pábulo a las conjeturas.
Hay quienes se refugian en esa identidad justo de la misma forma que el Mago de Oz en su parafernalia. Esta actitud revela con frecuencia un descontento con el propio y real modo se ser. A veces, la persona incluso evita el contacto directo con sus interlocutores por temor a ser “desenmascarada”. Pero quienes así actúan llevan implícita en el pecado la penitencia, como dirían los antiguos: están condenados a saber que el admirado, el aceptado, es “el otro”, el ficticio, el idealizado. Y ello supone permanecer aislado, privado de un afecto necesario, y del que no sabemos si seremos acreedores una vez expuestas nuestras facetas más humanas.
Frente a esta situación, se impone la prudencia. Tenemos una natural tendencia a completar lo inacabado, a dar por hecho lo que en realidad apenas adivinamos, y sobre esa inclinación se apuntala una visión idealizada de personas y cosas. Hay que ser cautos en cuanto a lo que suponemos, porque caras vemos, corazones no sabemos. La apuesta va por la aceptación de nosotros mismos, con todos nuestros atributos y nuestras flaquezas, siempre en ánimo de superación y crecimiento, pero atentos a aquello que ya advertía Víctor Hugo en Los Miserables: “Confunden las huellas estrelladas que dejan en el cieno blanco de un lodazal las patas de los gansos con las constelaciones del firmamento”.
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