martes, 12 de mayo de 2015

Piñatas


El Universal, 12 de mayo de 2015

Que conste: ni veganazi, ni feminazi . Pero de nuevo una conversación me ha abierto los ojos al hecho de que hay cosas que contemplamos con naturalidad aunque no sean naturales.
Nuestra mentalidad, nuestra idiosincrasia, es resultado de la influencia que ejerce el contexto sobre nosotros. Somos el producto del medio en que vivimos. Y a veces, sin darnos cuenta, hay prácticas que contradicen las premisas en las que hemos sido educados tradicionalmente.

En algún momento, nos percatamos de la disonancia; hay algo que chirría, que nos produce incomodidad, que pretendemos ignorar, en ocasiones porque no es tan contundente como para movilizarnos, en ocasiones porque cedemos a la presión social. Las más de las veces, nos callamos.

Cuando se produce este insight, este momento de lucidez en que detectamos que hay una incoherencia, nos sentimos llamados a conciliar nuestra conducta con las ideas que nos sirven de referentes. Es la mejor manera de que se produzca un cambio: cuando surge del interior, de la convicción de estar haciendo lo correcto. Por eso es que no comulgo con posiciones feministas ni animalistas a ultranza. Hay que poner en evidencia la contradicción y, quien la detecte, quien abra los ojos, buscará espontáneamente la manera de resolverla por sí mismo, sin presiones ni represalias de por medio.

Sin embargo, hay discursos que resultan iluminadores. En mi caso, escuchar lo que había experimentado mi interlocutor, me llevó a desear un cambio.

Hace algunos días compartí en mi Facebook un video breve, en el que simplemente aparecía un niño pequeño, quizá de unos dos años, acometiendo la tarea de apalear una piñata. La piñata representaba a Spiderman en una escala que, según la mirada del pequeño, debía de resultar heroica: era prácticamente de su misma estatura. Tras hacer amago un par de veces de golpear al infortunado Spiderman, el niño se aproximó y lo abrazó lenta, cálidamente.

La primera contradicción salta a la vista y la he oído formular en voz alta más de una vez: ¿por qué las piñatas, destinadas a ser golpeadas, representan a nuestros héroes, en lugar de representar a los villanos? En una ocasión fui a una fiesta de cumpleaños que giraba en torno al personaje de Aladdin, y la piñata representaba al malvado Jafar. No pude menos que admirar la sagacidad de la mamá que había mandado a elaborarla.

Mi interlocutor fue un paso más allá, refiriéndose al video. Dijo que se había sentido identificado y que admiraba la autenticidad del pequeño, quien, ajeno a convenciones sociales, había hecho lo que le dictaba su corazón, no solo negándose a golpear la piñata, sino asumiendo además una posición compasiva y generosa. Señaló cómo, al igual que sucedía en la historia de El traje nuevo del Emperador, era ese pequeño quien había osado desafiar la tradición, abrazando a la piñata como quien grita desde la más pura inocencia “¡Pero si va desnudo!”.

Finalmente, se despachó a gusto a propósito de la apología de la violencia que constituye el momento cumbre de la fiesta infantil: al igual que una turba enfurecida, los niños arremeten contra la piñata espoleados por sus mayores, quienes los contemplan con beneplácito y los aúpan a rapiñar, a luchar para hacerse con el acaramelado botín a fuerza de empujones, codazos y desplazamientos, sin que rocen siquiera su conciencia conceptos como los de equidad, derecho o justicia.

No quiero ser aguafiestas. Mis hijos, todos, tuvieron piñatas, de todos los tamaños y en diversas representaciones. Ya estando en Europa recuerdo haber confeccionado alguna en casa para regalársela a un niño local, que deseaba vivir esa experiencia. Sin embargo, sobrecoge la posibilidad de pensar que el divertimento infantil que contemplamos como algo natural pueda alimentar algunos comportamientos, a los que suena escalofriantemente próximo…

Mi interlocutor me remite una noticia aparecida en este diario el viernes al amanecer. Una gandola, cargada con carne, quedó atascada en el puente de Los Ruices. Intentaron saquearla. El conductor, Carlos Javier Amaya, un colombiano de 42 años, falleció: “para saquear, la gente se subió encima de la cabina en donde estaba el conductor, lo aplastaron y se asfixio…”

https://www.youtube.com/watch?v=ukGB5cK37M0

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