El Universal, 28 de enero de 2014
El balcón de la casa, de claras reminiscencias coloniales, se orientaba hacia la Avenida Las Lauras, en San Rafael de La Florida. Sus puertas, que normalmente permanecían clausuradas, se veían a veces semi-entornadas: suponía yo entonces alguna actividad en el recinto que se extendía detrás de ellas, e imaginaba fresco el interior por contraste con la canícula caraqueña.
Recuerdo haberme sentido impresionada la primera vez que pude acceder a aquel lugar. Las paredes de la habitación se encontraban literalmente cubiertas, de suelo a techo, por la extensa biblioteca de Pascual Venegas Filardo, y una escalera permitía acceder a los volúmenes situados en las estanterías más altas mediante una especie de deambulatorio que recorría el perímetro de la habitación, creando una suerte de segundo piso. Ignoro a qué sistema de clasificación recurría don Pascual, pero doy fe de que podía localizar en un instante y sin dificultad cualquier libro al que hiciera referencia.
Con el transcurso del tiempo ha llegado a asombrarme cómo pude haber tenido la desfachatez de requerir la atención de este hombre, cuya huella hoy en día percibo como decisiva en el devenir de las letras venezolanas.
Yo tendría dieciséis años cuando, por razones que no atino a recordar, andaba involucrada en la redacción de un ensayo a propósito de los puertos nacionales. Consultada otra de mis víctimas, Gastón París del Gallego, tras darme algunas orientaciones me conminó:
-¡Pero chica! Tú con quien tienes que hablar es con tu vecino, Pascual Venegas.
Y sí, lo confieso: tuve la osadía de pedir que me recibiera, por intermedio de la bondadosa señora Elba, su esposa. Debo aducir en mi descargo que ignoraba yo en aquel entonces la envergadura del personaje que estaba pidiendo que me recibiese. Sabía, eso sí, que se trataba de un respetable intelectual. Pero para mí era el vecino, el señor amable y siempre cortés con quien coincidía casi diariamente en la acera, y era, sobre todo, el papá de las “morochas” y de la preciosa Alicia, las más próximas a mí de sus hijos, en razón de la edad.
Hoy en día considero un privilegio haber tenido acceso a aquel recinto en el que se gestaban tantas ideas y en donde se escribía la columna “¿Ha leído usted?” entre otros textos maravillosos. La única experiencia parecida que puedo evocar es haber visitado el taller del maestro Rufino Tamayo en su casa de Ciudad de México, conservado por su viuda tal y como había estado cuando el maestro pintaba sus lienzos.
Se trataba , sin embargo, de un privilegio compartido, porque si algo caracterizaba a don Pascual era su accesibilidad, y su lugar de trabajo se encontraba permanentemente abierto para sus estudiantes, aun para quienes, como yo, no podíamos dar la talla como interlocutores. Probaba esta actitud su permanente curiosidad por cuanto le rodeaba, sutalante generoso y su carácter empático y cordial, a pesar de que recuerdo la mesura como uno de los rasgos preponderantes de su personalidad.
Don Pascual oyó mis planteamientos; conversó conmigo durante horas en aquel sancta sanctorum en que me concedió el honor de recibirme, y hasta me prestó alguno de sus libros. No sé qué fue de aquel texto sobre los puertos venezolanos para el que me brindó generosamente su ayuda, pero sí conservo en mí memoria, como referente, el modo de ser de este hombre, modelo de educador por vocación.
Mucho antes de leer “La niña del Japón” y "Canto al Río de mi infancia”; entre sus muchos poemarios; antes de conocer su trayectoria, que incluía el haber recibido en distintas oportunidades el Premio Nacional de Periodismo y el Premio Nacional de Literatura en 1983; antes de saber que había sido distinguido como Individuo de Número de la Real Academia Española de la Lengua, capítulo de Venezuela, e Individuo de Número de la Academia Nacional de Ciencias Económicas; mucho antes de beneficiarme con su dilatada experiencia como profesor universitario, ya la bonhomía de Pascual Venegas Filardo había dejado en mi alma su huella y la certeza de que a la inteligencia va vinculada la sencillez, y de que el interés auténtico por las personas y las cosas que nos rodean es el principio de que se nutren las mentes más brillantes
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