No sé si tendría nueve o diez años cuando leí por primera vez el “Diario de Ana Frank”. La narración que contiene este impresionante documento comienza el día del cumpleaños de Ana, cuando recibe el cuaderno en el que volcaría todas sus reflexiones, sus inquietudes y su visión sobre la persecución de que serían víctimas ella y su familia, reflejando la transformación que iría operándose en sus vidas a causa del antisemitismo.
Paulatinamente, la vida de Anna se ensombrece. La niña normal que va a la escuela y tiene amigas se convierte en una cautiva, cuyo principal entretenimiento consiste en referir cómo transcurre su vida en el zulo en el que dos familias judías, la suya y otra, permanecen escondidas.
La historia me sonaba especialmente verosímil. A escasos veinte años de la Segunda Guerra Mundial todavía estaban frescas las heridas en la mitad italiana de mi familia, sumida además en la ambivalencia de haber sido educada y haber vivido en tiempos del Duce, mientras empleaban sus posiciones para proteger a cuantos judíos tenían ocasión de esconder. Los cuerpos y las memorias de mi padre y sus hermanos estaban llenos de cicatrices que hacían del “Diario” algo más que una historia de ficción, escalofriantemente próxima.
Creo que fue a causa del libro por lo que comencé, pues, a aceptar, no sin cierta melancolía, la transitoriedad de las cosas de la vida. Los niños suelen percibir el entorno como estático e inmutable: descubrimos el mundo y nos embarga la impresión de que todo será siempre así, como lo hemos conocido, y vivimos en una realidad poblada por personajes y lugares que pensamos que siempre estarán allí, hasta que el tiempo se encarga de darnos la primera lección, cuando experimentamos la primera muerte o la primera mudanza. Por cierto que en este sentido resulta especialmente ilustrativa la novela de Miguel Delibes “El camino”.
Más allá de la nostalgia por esos tiempos pasados que fueron mejores; más allá de la melancolía que nos genera la certeza de saber que cada momento es irrepetible, y que debemos apurarlo hasta la última gota, hay varias lecciones que podríamos educir en positivo.
La primera de ellas apunta en el sentido de que no hay mal que cien años dure, como acota la sabiduría popular. La segunda nos urge, efectivamente, a sacar el máximo provecho de cada momento y a hacer de él algo enriquecedor y gratificante.
Venimos al mundo con una especie de “kit básico”, de “pack vital”: nacemos altos o bajos, en uno u otro sitio, ricos o pobres; más o menos ágiles; con una familia que puede o no invitarnos a crecer. Eso nos viene dado y poco podemos hacer para modificarlo. Pero, a más de lo inevitable, y más a partir de cierta edad, todos podemos incorporar otros “complementos” a nuestras vidas, haciendo de ella algo más feliz.
Somos responsables de poner en nuestro día a día experiencias y personas que nos nutran, que favorezcan nuestro desarrollo y, en ocasiones, somos responsables también por efectuar las correspondientes expulsiones en caso de que ciertas relaciones nos desgasten. Es inútil lamentarnos por lo que es inmodificable, pero, dentro de nuestro particular contexto, siempre podemos alcanzar un mayor grado de bienestar relacionado, según indican los especialistas, más con el “hacer” que con el “tener”: viajes, lecturas, estudios e interacciones pueden incorporar un importante grado de felicidad a nuestras vidas. Y, desde luego, es importante entrenarnos en identificar las cosas positivas presentes en nuestra vida y dar gracias por ellas
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