martes, 27 de agosto de 2013

El más acá

El Universal, 27 de agosto de 2013

Y es que el reino de los cielos se parece a una mamá que iba a salir y preparó una olla de lentejas. Pero llegó el primero de los niños, y se sirvió una abundante ración; llegó el segundo e hizo otro tanto. Cuando llegó el tercero, ya no quedaban lentejas. ¿A quién habrá que culpar de la inequitativa distribución de los bienes? ¿A la mamá, que había tomado las previsiones para que los tres tuvieran suficiente comida, o a la abusiva repartición que efectuaron los dos primeros niños?

Del mismo modo, la especie humana ha advenido a un mundo maravilloso, espléndido en su naturaleza, rico en dones. Dones que unos cuantos han querido acaparar a costa de la pobreza de otros, hasta desembocar en lo que refiere Lucas, el evangelista, en el capítulo 16, a propósito de la historia de Lázaro el mendigo: “entre nosotros y vosotros se interpone un gran abismo”.

El quinto mandamiento nos trae sin cuidado, y hemos sembrado la destrucción a nuestro paso, a
medias entre la negligencia y la ignorancia. Nuestra miopía nos impide ver el impacto que algunas de nuestras acciones cotidianas surten sobre el medio ambiente; el especismo nos conduce a percibir como naturales los abusos que se cometen contra otros seres vivos: la experimentación en animales, las mutilaciones, el hacinamiento, la tauromaquia y pare usted de contar. Pero el Génesis dice que al principio no era así: “Y vio Dios que era bueno”.

Escurrimos el bulto de nuestra responsabilidad en el caos, y culpamos a Dios del hambre, la guerra y la pobreza, todas invenciones humanas. Recurrimos a Dios como si fuera una farmacia, en pos del remedio a nuestros males, sin percibir que hemos recibido unas capacidades para gestionar el desorden y encontrar soluciones. Eso sí: clamamos por la luz para tomar las decisiones adecuadas y por la fortaleza para emprender las acciones convenientes. Y contamos, sobre todo, con un manual de instrucciones: el Evangelio.

A través de los siglos se ha perpetuado una mirada según la cual esta vida es un valle de lágrimas y su propósito último es ganar la otra, laultraterrena, el más allá: una promesa suficientemente alentadora como para resistir todos los embates que el tiempo quiera presentarnos. Pero mientras, en el más acá hay mucho que hacer.

La palabra “Iglesia” no quiere decir ni institución, ni jerarquía, ni estado. Iglesia significa “reunión de ciudadanos”, una suma de individualidades cada una de las cuales es responsable por hacer su parte. Hay carencias. Hay debilidades. Hay contradicciones. No hay que tener miedo a revisarse, a buscar la manera de llevar a la práctica el Evangelio, a reparar los errores. Si el criollísimo adagio de que “el que come carne de cura, revienta”, fuera cierto, Su Santidad y otros importantes reformadores de la historia habrían de ser presa de una respetable indigestión. Ya en 1194 San Bernardo de Claraval se lamentaba: “La iglesia relumbra por todas partes, pero los pobres tienen hambre.” Una aseveración no tan lejana de la que da nombre a cierto grupo en Facebook: “Cambio tesoros del Vaticano por comida para África, ¿te apuntas?”. Lo único es que este grupo da cabida indiscriminada a todo tipo de argumentos, razonables o no.

Me parece muy valiente la actitud que ha asumido el Papa Francisco, enfrentando con transparencia diversas situaciones. Pero en justicia se debe recordar que al lado de la pederastia, los escándalos del Banco Ambrosiano y la supuesta vinculación con la fábrica de armas Piero Beretta, desmentida, por cierto, por la propia organización en un comunicado (“la empresa desmiente de la manera más firme que el IOR o empresas relacionadas con él sean parte de los accionistas de la propia empresa o de sus filiales”), coexisten en el mundo hospitales, centros de minusválidos, de transeúntes y de enfermos terminales de SIDA; centros de reeducación para marginados sociales; comedores y orfanatos, todo ello mantenido a través de las donaciones erogadas por el bolsillo de los católicos y gestionado a través de la labor de voluntarios. A esto podrían sumarse tareas de mantenimiento y conservación del patrimonio histórico-artístico y la tarea de misioneros que en muchos casos han tomado bajo su protección comunidades, con riesgo de su propia vida, y a veces a costa de ella. La Doctrina Social de la Iglesia viabiliza, en fin, la aspiración a la justicia social, de modo que pueda decirse de nosotros como de aquel cuyos pasos seguimos: “Pasó haciendo el bien”.

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