jueves, 16 de mayo de 2013
Apuntes poselectorales
El Universal, martes 30 de abril de 2013
Durante los últimos días he hecho un esfuerzo por contenerme y mantener la ecuanimidad frente a los sucesos que han venido teniendo lugar en el país. Resulta indispensable conservar la objetividad, aunque en ocasiones resulte muy difícil, si se desea ser justo y útil. No obstante, y transcurridas ya dos semanas desde la fecha de las pasadas elecciones, no puedo dejar de apuntar algunas reflexiones, no como juicios, que dejo más bien a los entendidos, sino como inquietudes que me embargan como a un venezolano de a pie.
Si bien el ejercicio democrático supone el aceptar la voluntad de la mayoría, cuando se trata de un margen tan estrecho es legítima la aspiración de sobre-asegurarse de que la opción que se declara como válida traduce realmente la voluntad del soberano. Quizá un asunto crucial es aceptar que no se hubiera llegado a ciertos extremos si desde el primer momento se hubiera planteado impugnar el resultado de las elecciones en lugar de solicitar un reconteo de los votos que hubiera demostrado, en primer lugar, seguridad en que los resultados indicaban una victoria contundente y, en segundo lugar, el deseo de garantizar la transparencia de los comicios, eliminando cualquier duda que hubiera podido ensombrecer el proceso electoral.
La manera de demandar que se efectuara el reconteo resultó asimismo infeliz, desembocando en una serie de actos violentos que fracturan la unidad de la oposición y la dejan en entredicho, exponiéndonos a una suspensión de garantías constitucionales que a nadie conviene, y en particular a la oposición.
Esta encendida expresión de malestar desencadenó a su vez acciones de las fuerzas del orden, a veces rayanas en la brutalidad. He visto fotografías que en otros países del mundo ya hubieran sido utilizadas para identificar a quienes así actuaron y proceder a su destitución inmediata, aunque fuera por salvaguardar la imagen del cuerpo de seguridad.
Unas palabras a propósito del papel de la comunidad internacional: está claro el peso que tiene la opinión de otros países, no como meros espectadores, sino como interlocutores que mantienen relaciones de diversa naturaleza con Venezuela. Así mismo, está claro también que más de una vez el hecho de estar “en la mira” ha servido hasta para contener ciertos desmanes. Pero no puedo negar que me generan incomodidad ciertas movilizaciones que, solicitando el apoyo internacional, pudieran dar pie a injerencias externas. ¿Será que no somos capaces de resolver nuestros asuntos solos, de puertas para adentro?
Venezolanos son los chavistas; venezolana es la oposición: venezolanos son los que han sido llamados a resguardar el orden público. A todos asisten (o deberían asistir) los mismos derechos. Pero, una vez más, defender no es atacar: defender es impedir que se vulneren nuestros derechos; atacar es ocasionar un daño deliberadamente. Y en este caso, en la pasión que moviliza a unos y otros, veo mucho de cansancio, de rabia, de apego al poder y muy poco de amor al país, a un país que no es una entidad abstracta, sino una suma de individualidades, de hombres y mujeres con sus propias particularidades y motivaciones.
No estoy diciendo que haya que renunciar a nuestros derechos: estoy diciendo que hay que defenderlos a través de los mecanismos adecuados. Y digo que el hecho de encontrarse en el poder tampoco justifica que sean avasalladas las aspiraciones de los demás, menos aún a través de ciertos actos represivos.
Una aspiración fundamentada tal vez en el recuerdo de que en el país en el que yo crecí a una persona se le interpelaba llamándola respetuosamente “ciudadano”.
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