El Universal, 14 de mayo de 2013
Recorro la calle Alberto Alcocer, de oeste a este, en dirección al centro de Madrid. De repente, a la izquierda se yergue, desafiando el horizonte urbano y las costumbres locales, un edificio diferente: un rótulo se extiende de arriba abajo en su fachada lateral, con un mensaje fácilmente perceptible desde lejos: Yaracuy.
En Madrid las direcciones se comunican mediante un sistema convencional bastante simple: el nombre de la calle y un número que corresponde al portal, en una acera los pares, y en la opuesta, los impares. Sin embargo, el edificio Yaracuy se apega a la usanza venezolana, según la cual cada inmueble se identifica con un nombre.
El detalle revela de forma incuestionable en dónde se encontraban los afectos y el pensamiento del propietario del edificio. ¿Dónde estarían los recuerdos de los propietarios de la tienda de artículos de bellas artes Tucacas? ¿Dónde, los de los propietarios del restaurante Alma Llanera o de la cafetería Caracas?
Hay dos aspectos que es preciso discriminar en la situación del emigrante: el primero, las razones que fundamentan su decisión de permanecer en el extranjero; y el segundo, el coste emocional que representa dar este paso.
Muchas son las causas que pueden determinar la migración, y rara vez tienen que ver con la falta de amor para con la propia casa. Parejas en la que uno de los cónyuges tiene otra nacionalidad; una oferta formativa diferente a la del propio país; oportunidades profesionales que redundan no sólo en la realización personal de quien emigra sino que, a menudo, revierten en beneficio de la nación entera, cuando se traen de vuelta otras experiencias y otros conocimientos que se comunican a los demás compatriotas… Son apenas algunas de las razones que se imbrican para explicar la presencia de los venezolanos en el extranjero.
Pretender conservar inmutable y estática una supuesta identidad nacional es un concepto no sólo rodeado de un sospechoso olor a fascismo, sino también superado, en la conciencia de que la permeabilidad cultural es un hecho, más aun en este mundo globalizado en el que cada día accedemos más rápidamente a la información sobre los demás. Otra cosa diferente es conocer y valorar los propios atributos.
El intercambio no sólo es enriquecedor, sino también necesario. Y, así como se adapta el venezolano al
medio que lo acoge, deja también huella en su estilo gerencial; en su visión del mundo; en su manera de interrelacionarse; en sus aportes, que alcanzan desde el sencillo homenaje tributado mediante la denominación de un local comercial, hasta los conocimientos que se siembran desde la posición de trabajo. No puedo evitar pensar, en este momento, en personas como Manuel Hernández Silva , quien fuera director titular de la Orquesta Sinfónica de Córdoba y ha realizado una notable actividad docente a nivel internacional, o en Janet Hoenicka, que ha efectuado importantes hallazgos el campo de la medicina.
El mismo hecho de ser identificados como venezolanos refuerza el vínculo con el país, quizá idealizado en la distancia. De algún modo, desde la distancia, se contribuye a construir ese perfil de lo que es el venezolano medio y su impacto en el entorno.
Y si es verdad que en algunos lugares se está a salvo de la violencia, de la carestía, de la escasez que a veces signa a esta Venezuela nuestra, también es verdad que optar por el extranjero supone innegablemente una renuncia que va bastante más allá la esfera del Toddy, los Torontos y ese perfil azul del Avila por el que suspiro cada mañana, mientras se me va enredando el corazón en las aguas tranquilas del Manzanares madrileño, homónimo de aquel otro cumanés.
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