El Universal, 17 de julio de 2012
Rebecca Johnson |
Algo similar ocurre en la terapia con delfines, iniciada por Horace Dobbs en Escocia y por David Nathanson en Florida, quienes recurren a las emisiones acústicas de estos mamíferos para estimular determinadas áreas del cerebro.
Es necesario proceder con cautela al referirse en términos de beneficios al intercambio de afecto y emociones entre una persona y su mascota, pues pareciera que el vínculo se reduce a un aprovechamiento utilitario, cuando en realidad contribuye a edificar una perspectiva ecológica en la que el humano deja de ser el centro del universo para ocupar un lugar interdependiente en el contexto en que está inmerso. Este es el enfoque que debería prevalecer al considerar los aspectos educativos de la interacción con animales.
En edades tempranas, la convivencia con una mascota facilita la comprensión de fenómenos biológicos: el crecimiento, la sexualidad, la gestación o el nacimiento. El fallecimiento del animalito puede dar ocasión a presentar el hecho como parte natural de la vida y, si se quiere, como un paso hacia la trascendencia. Esta experiencia constituye, en algunos casos, el primer contacto directo que tiene el niño con la muerte.
Ya en momentos más próximos a la adolescencia, el asumir tareas relacionadas con el cuidado de la mascota, tales como el cepillado, el ejercicio y la alimentación, redunda en el aprendizaje de cómo administrar el tiempo acertadamente para cumplir con los quehaceres previstos, y contribuye al desarrollo de hábitos, lo cual resulta de utilidad al extrapolarlo a otros ámbitos de la vida del joven.
La interacción con animales constituye, en síntesis, a más de una fuente inagotable de placer, una escuela de valores en la que debería fortalecerse no sólo la comunicación familiar, sino también el respeto hacia la naturaleza y hacia la vida, traducidos en responsabilidad frente al compromiso libremente adquirido de hacerse cargo de otro ser vivo
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