El Universal, 24 de julio de 2012
Entre los venezolanos ilustres diseminados entre las páginas de aquel Nociones Elementales con el que tantos emprendimos el descubrimiento del mundo, figuraba don Simón Rodríguez, cuya importancia relativa provenía del hecho de haber sido maestro del Libertador en sus primeros años. Más adelante, el libro desvelaba los sentimientos de Bolívar al respecto: “Yo he seguido el sendero que usted me señaló".
La relación entre ambos fue estrecha: Bolívar viviría con el maestro por decisión de la Real Audiencia, tras fugarse de la casa de su tutor, Feliciano Palacios. Pero Simón Rodríguez cuenta con méritos suficientes como para haber merecido un lugar propio en la Historia, aun cuando no hubiera guardado relación alguna con el Libertador.
Como hombre supo sobreponerse a la desventaja de haber sido un expósito, circunstancia que lo marginaba socialmente. Apodado “el loco” por quienes carecían de una formación que les permitiera comprender que era necesario concebir un nuevo modelo pedagógico que subviniera a las necesidades de una sociedad cuyo orden se había quebrantado, tuvo que afrontar continuas disensiones, como la protagonizada con su hermano Cayetano, que le llevaría a suprimir el apellido de su padre, Carreño, y a quedarse con el materno Rodríguez. Tras participar activamente en el movimiento emancipador de Gual y España, se vio obligado a huir de Venezuela, a donde nunca más regresaría, adoptando entonces el nombre de Samuel Robinson.
En su continuo peregrinar por el mundo, su actividad incluyó no sólo la enseñanza, sino también la reflexión, volcada en sus textos del todo innovadores, tanto en lo relativo al contenido, como en lo tocante a la forma, puesto que incorporaba algunas novedades tipográficas. Susana Rotker lo parangona con Apollinaire por la manera de distribuir el espacio en sus obras, con diferentes tamaños y estilos de letras, recurriendo a corchetes y toda clase de signos de puntuación.
María del Rayo Ramírez Fierro señala cómo durante el siglo XIX el ensayo asumiría visos románticos, al constituir una reacción de los autores ante la sociedad y la naturaleza. En América, particularmente, alcanzaría dimensiones sociales, puesto que los escritores se auto-asignaban un papel iluminador en la construcción de los Estados Nacionales, lo que permite enmarcar a Simón Rodríguez, en opinión de Ramírez Fierro y de Arturo Andrés Roig, dentro del romanticismo social latinoamericano.
En cuanto a su pensamiento pedagógico, ciertas líneas prevalecen a lo largo de toda su obra. En primer lugar, propugna la originalidad, el desarrollo de un sistema educativo ajustado a las necesidades del contexto, preconizando así las tareas de diagnóstico que deberían orientar cualquier acción educativa. En segundo lugar, destaca la formación del ciudadano como sujeto político y social, apto para participar activamente en la República. Indica, por otra parte la necesidad de la capacitación, de la necesaria adquisición de destrezas que habiliten al individuo para desempeñar un oficio, y sus métodos se anticipan a las propuestas de educación activa de Célestine Freinet. Concibe la educación como herramienta de liberación y crecimiento individual y social, a la manera de Paulo Freire, con dos siglos de anticipación, y con una lucidez que lleva a
Eduardo Galeano a calificarlo como “deslumbrante”, y que confiere vigencia a sus ideas aún hoy en día.
Pero una de las grandes lecciones que el maestro lega a la posteridad es su propia vida, signada por su sensibilidad social y por la coherencia entre su pensamiento y su acción, cualesquiera que fueran las consecuencias. En lenguaje hodierno, diríamos que se atrevió a romper su zona de confort, a salir de la rutina para dar soluciones originales a los problemas que era capaz de identificar, y que su trayectoria vital ilustra ampliamente una de sus frases más célebres: inventamos o erramos.