(El Universal, Caracas, martes 8 de mayo de 2012 )
Edgar Faure |
En 1972, y bajo la égida de Edgar Faure, quien para entonces se desempeñaba como presidente de la Comisión Internacional sobre el Desarrollo de la Educación, la UNESCO publicó “Aprender a Ser”, un informe que recopilaba los datos más relevantes no sólo en cuanto a índices de escolarización, deserción y distribución de los recursos destinados a la enseñanza a nivel mundial, sino también en cuanto a las prioridades que debían atenderse en este campo. El documento, más allá de reflejar la realidad vigente en aquel entonces, sentaba las bases para lo que debería ser la práctica educativa en lo sucesivo, tanto en función del desarrollo económico y social, como en función del crecimiento personal del individuo.
En consonancia con esos lineamientos, evolucionó el llamado paradigma emergente, un modelo alternativo a la educación tradicional, cuyo énfasis recaía en el desarrollo de los procesos que facilitaban que el individuo pudiera acceder al conocimiento, lo que se dio en llamar más comúnmente “aprender a aprender”. Se pretendía con ello salir al paso de una realidad ineludible: la necesidad, por parte del individuo, de seguir formándose de por vida, tanto para actualizarse profesionalmente de cara a la rápida obsolescencia de conocimientos, como para realizar nuevos aprendizajes. En este sentido, el informe Delors (“La educación encierra un tesoro”), que sucedería en 1989 al informe de Faure, invitaba a asimilar la noción de sociedad educativa, en la que todo podía ser ocasión para aprender y desarrollar las propias capacidades, máxime en momentos en que las llamadas TIC (tecnologías de la información y la comunicación) irrumpían en el panorama poniendo el conocimiento al alcance de un número cada vez mayor de personas.“Aprender a ser” puso en luz la necesidad de estimular el desarrollo de los procesos de pensamiento: sólo se puede acceder a los datos a través de una mente entrenada para ello, estimulada por la curiosidad y por la necesidad de encontrar soluciones a los problemas que plantea el entorno. A su vez, el desarrollo de soluciones requiere la organización de esos datos en un sistema coherente que responda al problema en cuestión. La posibilidad misma de identificar un problema, una carencia, es fruto de la habilidad para observar una situación y establecer relaciones entre los elementos que la componen. Estas han sido las premisas que han fundado el pensamiento pedagógico en los últimos años, mientras sigue en paralelo, más vigente que nunca, la necesidad de fomentar la capacidad de aprender y de crear.
El quehacer educativo se enfrenta a una realidad signada por altos índices de pobreza y de deserción escolar, frente a los cuales la educación permanente constituye una importante alternativa, posibilitando que toda persona complemente y diversifique su formación, aprovechando tanto las bondades de la educación a distancia como otras oportunidades que brindan el contexto
social y las nuevas tecnologías. Pero, sobre todo, aprender a aprender supone replantearse constantemente la percepción que se tiene de las cosas, al demandar una continua integración de nuevos saberes, lo que viene a estimular la apertura al cambio, el pensamiento crítico y el respeto a la diversidad, tan necesarios para alcanzar la armonía en las sociedades multiculturales contemporáneas.
No es posible reducir la educación al dominio de las técnicas o a la adquisición de información. Si la educación persigue como fin último el pleno desarrollo de un individuo en armonía con su entono humano y material, conviene plantearse que la transformación de la realidad requiere efectuar cambios, cambios que, antes de materializarse en el mundo, han sido ideas. Por tal motivo, convendría volver de vez en cuando la mirada al Aprender a ser, un documento en el que yacen las directrices que deberían seguir orientando la praxis educativa, y que continúa siendo la brújula, cuarenta años después.
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