Yo recuerdo a Facundo Cabral. O mejor dicho: recuerdo cómo reaccionaba la gente en torno a Facundo Cabral. Su barba y su discurso denunciativo exhalaban un olor sospechosamente izquierdoso y, por ende, necesariamente descreído. Quizá por eso era más popular aquello de “No soy de aquí”, que lo otro de “Pobrecito mi patrón”.
Como quiera que sea, el tiempo pone las cosas en su sitio y, a la postre, Cabral ha resultado un referente en cuanto a la reivindicación de las cosas sencillas como fuente de bienestar y serenidad. Fue declarado Mensajero de la Paz por la Unesco en 1996 y, en materia religiosa, quien se autodefiniría como un “cristiano ecuménico, no católico”, llegó a colaborar estrechamente con la Madre Teresa de Calcuta.
En 1978, cuando su esposa y su hija fallecieron en un accidente aéreo, recibió una llamada de quien fuera Premio Nobel de la Paz. Según él mismo narrara en un espectáculo, la Madre Teresa le dijo: “Caramba, ahora sí que estás en problemas: ¿dónde vas a poner el amor que te sobra?” Cabral decidió incorporarse al cuidado de los leprosos que llevaba a cabo la religiosa y, en sus propias palabras, esto “lo salvó”.
Sin embargo, supongo que nadie estará dispuesto a discutir que ella, prescindiendo de todo aparato ideológico, empeñó su tiempo y su imagen en hacer más digna la vida (y la muerte) de aquellos a quienes escogió como objeto de su labor: los más pobres entre los pobres.
Se trata quizá de una cuestión de roles, de funciones: criticarla sería poco más o menos como criticar la intervención médica cuando la profilaxis resulta insuficiente. La Madre Teresa no hizo más que paliar los resultados de un sistema social a todas luces injusto e ineficiente, cimentando su labor en valores del Evangelio tan universales como la justicia, el perdón y el amor fraterno. Y con ellos rescató, entre otros muchos, a Facundo Cabral.
El punto central aquí es el amor que nos sobra. Si es contundente el hecho de que todos necesitamos ser amados, es igualmente cierto que todos tenemos la necesidad de amar, de volcarnos en otro. Nos realizamos en el servicio. La experiencia de sentirse útil, de contribuir a aliviar el sufrimiento, de modificar aunque sea mínimamente el mundo de alguien, remienda de manera efectiva el propio vacío existencial, en particular aquel que sobreviene cuando se quiebra la columna que vertebra nuestra vida y ello ocasiona que te encuentres repentinamente, en medio del caos y la desarticulación, con las manos llenas de dones que ahora carecen de destinatario, llenas del amor que te sobra. Y hay que buscar en dónde colocarlo.
María Luisa Mora |
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