El Universal, 17 de agosto de 2015
En el año 2000 apareció Sombras en El Dorado, libro en el que el periodista Patrick Tierney denunciaba, tras una década de pesquisas, no solo los abusos cometidos contra los yanomami por personas y entidades que pretendían investigar esta etnia, sino también las distorsiones que se produjeron en la descripción de sus costumbres por parte de autores que son tenidos como clásicos, y cuyas obras son consideradas poco menos que ineludibles para referirse a esta cultura.
Estudios realizados por la Universidad de Michigan concluyeron, más tarde, que algunas de las acusaciones efectuadas por Tierney eran injustificadas o exageraban los hechos, al punto de que la Asociación de Antropología Americana retiró el apoyo que había prestado al libro, nominado a diversos premios. Tierney, sin embargo, logró que la atención internacional recayera sobre los derechos que asistían a la etnia, y alertó acerca la cautela con que debían ser leídos los textos de ciertos “gurús”.
Entre los autores contra los que arremetía el periodista se encontraban los norteamericanos Napoleon Chagnon y James Neel y, en menor medida, el investigador francés Jacques Lizot, habitualmente reverenciado como alumno que fue de Claude Lévi-Strauss, una de las grandes figuras de la antropología.
Con las reservas que puedan tenerse, el hecho es que Lizot convivió con los yanomami 24 años, entre 1968 y 1992, una experiencia que habría de rendir como fruto El Círculo de los Fuegos, una obra en la que se describe el modo de vida de la etnia y que recoge, sin duda, una visión del mundo que nos invita a reflexionar en mucho sentidos.
Resulta de particular interés la relación que los yanomami mantienen con los animales. En su sistema de creencias, cada persona tiene varias almas, una de las cuales, llamada noreshi, posee un “alter ego” animal que vive en la selva, cuya vida concluirá simultáneamente con la del ser humano. De hecho, a menudo la enfermedad es interpretada como resultado de alguna dolencia que padece ese animal.
Tratándose de un grupo originalmente nómada, cuyos desplazamientos se veían determinados sobre todo por el agotamiento del suelo en que tenían sus conucos, no han sido proclives a la ganadería ni al pastoreo. Consumen, sin embargo, productos de origen animal, y la cacería tiene un lugar preponderante entre sus costumbres, tanto para abastecerse de carne como por las connotaciones rituales que en ocasiones reviste. Pero, para ellos, todo aquello que recibe alimento de la mano del hombre pasa a ser yanomami, esto es: gente, humano, persona.
Esta idea resulta especialmente iluminadora: ¿cuán ético es coadyuvar al crecimiento con el propósito de servirnos de él? ¿No resulta, acaso, un contrasentido, estimular la vida para luego ponerle fin?
En momentos en que el impacto de la ganadería sobre el medio ambiente está en el tapete, particularmente a través del polémico documental Cowspiracy (un juego de palabras que remite al vocablo inglés conspiracy, “conspiración”, pero modificado al introducir la palabra “cow”, que significa “vaca”, en primer término), la visión yanomami aporta un cierto prurito moral que es, además, anti-especista.
Esta posición exhorta a la responsabilidad para con todo aquello que alimentamos, y es extrapolable a muchos ámbitos de nuestra vida. Incluso a nivel humano: nadie cultiva una relación de ninguna índole con el propósito anticipado de ponerle fin, a no ser que exista algún interés de por medio. Y yo, que detesto los lugares comunes, no puedo menos que, de todos modos, remitirme a la sentencia de la zorra de Saint-Exupery, que no duda en aleccionar al Principito: “Eres responsable para siempre de lo que has domesticado. Eres responsable de tu rosa”…
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