El Universal, 13 de julio de 2015
Incombustible: un adjetivo que me ha sido aplicado muchas veces. Sin embargo, esta palabra entraña rastros de inmutabilidad y, por ende, de pobreza, siendo el cambio, como es, indicador de evolución, cualquiera que sea el sentido.
A veces es mejor arder en la llama, fundirse en el crisol, dejar que las circunstancias ejerzan su influjo transformador y salir de cada incendio redivivo, igual que el Fénix, el ave mítica que se consumía por acción del fuego cada quinientos años para resurgir más tarde de sus cenizas. Tal es la cualidad de la resiliencia, la capacidad para sobreponerse a la adversidad.
Sin embargo, a veces no es preciso esperar a que las circunstancias nos opongan resistencia para cambiar. A veces se trata apenas de la voluntad de elegir un camino, o de aprovechar las condiciones favorables que nos ofrece el contexto para acometer un nuevo proyecto.
En días pasados me resultó conmovedor escuchar la grabación de una entrevista con el desaparecido Frank McCourt, autor de Las cenizas de Ángela, libro de memorias que le valiera el Premio Pulitzer en 1997.
Por una parte, el libro describe las penosas condiciones en las que transcurrió la niñez y la adolescencia del escritor, un estadounidense de origen irlandés; por otra, resulta sorprendente el vuelco que da la vida de McCourt cuando encuentra inesperadamente el éxito y la fama al jubilarse, tras una larga carrera como docente: “durante los treinta años que pasé enseñando en las escuelas secundarias de Nueva York nadie, salvo mis estudiantes, me prestaba un ápice de atención. En el mundo exterior a la escuela yo era invisible. Entonces, escribí un libro acerca de mi niñez y me convertí en la sensación del momento”. En otro punto de la entrevista señala: “Mi primer libro, Las cenizas de Ángela, fue publicado en 1996, cuando yo tenía 66 años; el segundo, Tis, en 1999, cuando tenía 69. A esa edad era un milagro que yo pudiera levantar la pluma”.
El caso de este escritor ilustra tanto el valor de aguardar con paciencia a que amaine la tormenta, como de aprovechar los vientos favorables para navegar. ¿Quién hubiera podido anticipar que aquel niño enfermizo, crecido en un hogar que se erigía sobre la mendicidad, podría tan siquiera llegar a ser profesor en los Estados Unidos y, menos aún, ganador del Pulitzer?
Muchas son las cualidades a resaltar en esta historia: el trabajo continuado, la perseverancia y la confianza en que el futuro traerá consigo algo mejor. No la confianza ingenua que cede el control de los acontecimientos al azar, sino una confianza que se alienta en razón de las acciones que emprendemos, con miras a obtener resultados específicos.
Frank McCourt encarna el esfuerzo volitivo por hacer de cada momento el mejor momento posible. Cuando acometió la escritura de Las cenizas de Ángela no se planteaba ser famoso: esperaba explicar la historia familiar a sus hijos y nietos, que se vendiera un centenar de ejemplares del libro y que lo invitaran a las reuniones de algún club de lectura. En primera instancia, McCourt optó por emprender una actividad que le resultaba gratificante, a la que siempre había querido dedicarse. Todo lo demás llegó por añadidura.
No se debe menospreciar la posibilidad de elegir, ante una misma circunstancia, la actitud más productiva posible, material y emocionalmente. Podemos permanecer como el perro que se persigue inútilmente a sí mismo con la esperanza de morderse la cola, repitiendo siempre el mismo gesto, o podemos optar por construir aquello que deseamos. No en vano decía Bécquer: “fingiendo realidades, con sombra vana, delante del Deseo, va la Esperanza. Y sus mentiras, como el Fénix, renacen de sus cenizas”
No hay comentarios:
Publicar un comentario