El Universal, 2 de diciembre de 2014
Porque sí. Porque el destino se equivoca. Porque la vida a veces necesita enmiendas. Inolvidable Amélie Poulain, la protagonista de la película francesa del mismo nombre, jugando a constituirse en Dios y a cambiar, tal vez si no los destinos reales, al menos aquellos percibidos.
En uno de los episodios que más da que pensar en la película , Amélie decide aprovechar un evento fortuito -- el hallazgo de un saco de correo desaparecido años atrás-- para transformar la vida de la portera que, incapaz de sobreponerse al abandono de su marido, ha permanecido cautiva en su tragedia: el desamor ha hecho mella en su autopercepción y se ha condenado a llevar una vida gris, quizá castigándose por no ser lo suficientemente buena como para retener a su pareja a su lado, juzgándose indigna de una mejor situación.
Amélie roba a la mujer las cartas escritas por el esposo, las reproduce, y tras restituir a su lugar los originales, acomete un cuidadoso proceso de ensamblaje: a partir de fragmentos de las fotocopias, crea una nueva carta en la que el marido se confiesa arrepentido e implora el perdón de su devota esposa. El propósito de Amélie no es otro que hacer creer a la mujer que la carta estaba dentro del saco de correo recuperado y que por eso nunca había llegado a sus manos, pero que, finalmente, el hombre había reconsiderado su posición y había estimado su compañía insustituible. Mediante este ardid consigue que la mujer se considere a la postre digna de ser amada y se conceda la oportunidad de ser feliz.
Al margen de que el valor de una persona en ningún caso puede estar determinado por el juicio de otra, la estratagema de Amélie resulta moralmente cuestionable cuando tiene lugar a partir de una mentira y a posteriori. Pero es el caso que quizá subestimamos la capacidad que reside en nosotros para transformar la vida de otros, aunque sea por unos instantes, y degustar las mieles de la felicidad ajena.
Este es un tema que, solapadamente, invade mis conversaciones cuando hablo con quien puede considerarse una persona dedicada al arte de hacer felices a otros: mi amigo Diego.
Diego -- Diego Alejandro Ramírez Peña, para más señas-- asciende por la Ribera de Curtidores, se da la vuelta en la Plaza de Cascorro para hacer una fotografía y tuerce a la izquierda perdiéndose entre las innumerables callejas por las que se extiende el Rastro madrileño. Se detiene para examinar un sombrero, el complemento preciso para terminar de construir alguno de los personajes que transitan por los eventos que su talante dramatúrgico concibe y que lleva a efecto de manera experimental en uno u otro lugar del mundo.
Porque ya se lo había vaticinado la señora Eva, aquella vecina de su abuela “La Filósofa”: Diego recorrería el mundo sin tregua. Y, en efecto, aquel valenciano que, de transitar las calles de José Rafael Pocaterra en Tocuyito terminó dando con sus huesos en Ginebra, viaja incansablemente con su pareja. Y ni el esplendor de Ciudad de México, ni la vetusta piedad del Vaticano, ni el glamoroso clasicismo parisién gozan en su corazón de más privilegio que el que concede a lo que le hace auténticamente feliz: correr al encuentro de las personas que quiere, aquellas con las que ha construido relaciones a partir de intereses comunes, y acompañarlas en cada uno de los eventos importantes de su vida. Y así, quien pudiendo tenerlo todo, todo lo encuentra a la vera de sus afectos, va estableciendo relaciones recíprocamente nutritivas, disfrutando de los talentos de cada uno de sus amigos, intelectuales, músicos, actores, a quienes vale de interlocutor proficuo, al tiempo que se recrea en detectar cómo complacerlos para poder disfrutar de lo que dice que constituye su recompensa: ese breve centellear de la ilusión en la mirada de aquellos a quienes ama: “Saber que existen amigos maravillosos en el país que me vio nacer y en donde están mis afectos, que hacen prodigios con sus dones, es saber que el horizonte es amplio, que la vida es inmensa y que la esperanza está allí, esperándonos, para construir, aprender, crecer, entender, comprender, evolucionar, ser, existir, crear, vivir…”
Así, no duda en trasladarse a Miami para acompañar a Ignacio Izcaray en el concierto de su trigésimo aniversario como creador, o en hacerse presente en Cuba para celebrar los 95 años de Marta Jiménez Oropesa, gloria de la radio, cine y televisión cubanos. Pero más allá de las circunstancias que propician que Diego pueda acompañar a sus amigos en uno u otro sitio y agasajarles con cuanto capricho piensa que pueda ser de su agrado, lo que es digno de reseñar es la actitud: el interés y el cariño que signan los gestos con los que pretende rodear a los suyos, los cercanos y los de más allá. Un rasgo que, en síntesis, puede definirse como generosidad, y que no depende del esplendor material, sino de la atención al detalle prodigada a quienes nos rodean. Una lección que quizá muchos deberíamos recordar y que nos convierte, potencialmente, en innumerables Amélies
WOW!!!
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