Mi hijo quiere hacer un curso de tatuaje.
Tras ver signada su propia piel con el nombre de mi difunta madre, ha dado en pensar lo conveniente que resultaría explotar su innato talento de ilustrador para “sacar unas pelas” (levantar unos churupos, dicho en el más rústico lenguaje madrileño) al tiempo que continúa sus estudios.
La idea, comercialmente, no es descabellada: modificar el propio cuerpo a través de la incorporación de tatuajes o piercings va resultando una práctica cada vez más común, con la consiguiente demanda de profesionales del ramo. Sin embargo, consultados independientemente, cada uno de sus progenitores ha reaccionado con idéntico argumento: ¿Ha sopesado el riesgo que implica incidir en el cuerpo de otra persona y las responsabilidades que se le pudieran reclamar?
Y es que cada profesión tiene lo suyo. Todas, directa o indirectamente, repercuten en la vida de otras personas, pero algunas de manera más evidente que otras.
Pero a nadie se piden tantas responsabilidades como a los médicos.
La diversidad de ocupaciones y vocaciones es lo que permite que el mundo siga dando vueltas: cada quien realiza una labor necesaria y cada uno es grande en su puesto, como diría el Génesis, según su especie . Sin embargo, lo que parece contribuir a hacer de nosotros mejores profesionales y redunda en una mayor felicidad es no perder de vista por qué hacemos lo que hacemos, cuál es el sentido de nuestra labor y de qué manera impacta en las personas que nos rodean.
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