El Universal, 21 de octubre de 2014
Cuando los adultos de mi casa daban la dirección por teléfono, siempre terminaban refrendando las señas con la misma coletilla: “frente a la puerta lateral de la Iglesia de San Rafael”…… que tampoco nadie sabía dónde estaba. Pero era verdad. Mi vecino más próximo, mi escenario cotidiano y mi lugar de juegos favoritos era la iglesia de San Rafael.
Mis primeros recuerdos de la iglesia van asociados a un sacristán gordo y calvo que se llamaba Enrique y nos preparaba unas deliciosas croquetas de pescado, como buen español. Recuerdo al padre Alterio, que me regaló una muñeca que había sido enviada a la parroquia con fines caritativos, y que tenía en las tripas una cajita de música. La conservé hasta bien mayor, junto con el cariño por ese sacerdote, a quien simplemente dejé de ver. Ido el padre Alterio, llegó el Padre Carlo, un sacerdote italiano que había vivido por años en la Argentina y que, probablemente en razón del gentilicio, encajó perfectamente en la casa, convirtiéndose en un miembro más de la familia.
Allí, salvo el Instituto Pediátrico, todo se llamaba San Rafael: Avenida San Rafael, Abastos San Rafael, Carnicería San Rafael, línea de taxis San Rafael…. Más allá, el colegio San José de Tarbes, y a continuación, La Ermita, que llegaría a ser el bunker inexpugnable de Jaime Lusinchi…. Esa era la frontera donde comenzaba “el mundo”…
Allí se encontraba también la escuela de Ballet de Steffy Stahl, el target inalcanzable al que mis siete años propendían, ambicionando verme con un tutú rosa y una pielecita de conejo, que también servía de alfombra para la Barbie, colocada dentro de las zapatillas, como otras de mis vecinitas.
Evoco los personajes que poblaban ese microcosmos de mi niñez, cuya presencia se hacía especialmente ostensible al llegar la fiesta de San Rafael. Se conjuntaban allí las monjas que habían sido transferidas a otros destino y regresaban, fieles a la tradición; las mujeres que “habían servido” en las casas del vecindario y volvían implorando al santo algún favor, más frecuentemente relacionado con la salud; devotos y curiosos atraídos por aquel espectáculo pueblerino en el que convergía todo el fervor que parecía de mal gusto entre tanta sifrinería durante el resto del año.
Se celebraba el último domingo de octubre. A la misa, sucedía la procesión. El “festejo” comenzaba propiamente cuando, a la hora de la elevación, las notas de nuestro Himno Nacional se dejaban escuchar en los instrumentos de la Banda Marcial de la policía, porque curiosamente Maripérez y Simón Rodríguez también pertenecían, en términos parroquiales, a San Rafael, que se extendía al parecer como en los textos antiguos: “hasta donde la vista alcanza”
Porque la idea era, claro, que participaran todos los sectores de la parroquia en homenaje a su santo patrón. Y así, como la policía aportaba la banda marcial que acompañaba la procesión en todo su recorrido, eran los conductores de taxi quienes habían comprado la imagen del arcángel que se sacaba en andas, y eran ellos quienes la portaban, con la mayor solemnidad, turnándose para cargar con el venerable peso. Los propietarios del abasto y la carnicería sufragaban los espectaculares fuegos artificiales con que se daba por finalizado el festejo, y que culminaban con un aparato pirotécnico situado en la casa de mis vecinos que se iba encendiendo hasta dejar iluminada una estampa rectangular del ángel, según la más pura tradición de los pueblos de las costas italianas.
Encabezaba la procesión, cómo no, el Padre Carlo. Y después los señores de la línea de taxis con la imagen. Y detrás, una miríada de angelitos, entre los cuales, como es natural, solía esta yo, el angelito con gafas.
Detrás, seguían las monjas y, rezando el rosario o cantando, alternativamente, las niñas de la Casa Hogar San Rafael, que por sí sola merecería un texto, y a continuación la banda marcial y, por último, la riada de gente que conformaba el grueso de una procesión que se limitaba a dar la vuelta a la manzana entre el estruendo de música, tracas y oraciones….. Recuerdo particularmente una casa, que fue sucesivamente ancianato, escuela de computación y albergue de menores. Y recuerdo con tristeza cómo se asomaban a las terrazas y balcones las personas mayores, impedidas, para ver pasar con fe la imagen del arcángel.
Cómo no recordar la fiesta de San Rafael…. Se aproxima el 24 de octubre, y no evoco el día de la celebración, del regreso de los ausentes, del fervor popular.Y sin embargo, no puede uno dejar de preguntarse, con un tanto de nostalgia, en dónde está esa Caracas ingenua en donde se podían hacer todas esas cosas.
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