Fue así como llegó don Antonio por primera vez a casa. Debo confesar que, como poco, nos embargó cierta duda cuando tras abrir la puerta descubrimos del otro lado a un hombre alto, con el pelo absolutamente cano y los hombros ligeramente encorvados por el peso de una edad que más adelante pudimos precisar: 84 años.
En contra de todos nuestros prejuicios, don Antonio resultó no sólo un hombre lúcido, sino también al día en lo referente a las novedades del mercado. Cuando se jubiló, se negó a permanecer en casa, y halló en su pasión por las computadoras una vía para mantenerse activo. Ingeniero retirado, fue adentrándose en las particularidades de la informática de la mano de uno de sus hijos y, estimulado por su insaciable curiosidad, llegó a estar más actualizado en el tema que muchas personas más jóvenes que él.
Una primera cuestión que se plantea es si era su condición física la que le permitía mantener ese nivel de actividad o si, por el contrario, era su actitud y buena disposición lo que lo animaba a sobreponerse a las limitaciones que los años hubieran podido imponerle.
Cuando comenté este caso con cierto neurólogo caraqueño me dijo que, si bien era verdad que la genética y los hábitos de vida tenían una importante influencia en la forma en que llegábamos a ciertas edades, estaba comprobada la repercusión que tenía el hecho de mantenerse aprendiendo y adaptándose a los cambios. Me habló de un estudio realizado en los Estados Unidos, a propósito de un grupo de monjas que resultabanparticularmente longevas. Cuando trató de establecerse en dónde radicaba la causa de su buena condición mental, logró identificarse como una variable decisiva el hecho de que, como parte de de las normas de vida de la congregación, estas monjas cambiaban periódicamente el tipo de tarea que realizaban, lo que las obligaba a mantenerse atentas para adaptarse a cada nueva actividad y las sometía a un continuo proceso de aprendizaje.
Otro caso menos edificante, pero que me condujo inevitablemente a la reflexión, fue el de un hombre también entrado en años que organizaba excursiones turísticas. Un día, habiendo acordado cierto lugar de encuentro, sus clientes se inquietaron al comprobar que transcurrían las horas y el personaje en cuestión no aparecía. Cuando acudieron a su vivienda no había rastro de él: se había marchado al extranjero con el dinero que le habían entregado los clientes, desencadenando un escándalo que lo catapultó a un lugar protagónico en las páginas de sucesos. Convengo en lo inapropiado del comportamiento del este sujeto pero, con el corazón en la mano, me resultó muy estimulante ver el valor que demostraba al embarcarse en la aventura de iniciar una nueva vida en el extranjero, y además en calidad de prófugo de la justicia, a una edad en la que muchos ya están pensando en cómo van a transcurrir sus últimos días.
Resulta innegable el deterioro que sufrimos con el paso del tiempo,
Es preciso examinar, en todo caso, cuál es la actitud con la que enfrentamos nuestro manejo del tiempo en ciertas etapas y revisar nuestras creencias acerca de la tercera edad. ¿Realmente llegamos al final del camino, o somos nosotros los que dejamos de caminar?
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