La muerte de mi madre me ha dejado embargada de una profunda serenidad. Como pocas veces, me he sentido parte del orden perfecto de la naturaleza de una manera ostensible.
Mi madre se fue discretamente, sin aspavientos. A sus 94 años, en su casa y rodeada de los suyos, dejó respirar lentamente y se extinguió. Ya lo esperábamos. Ya teníamos asimilado un vacío que se fue creando lentamente en la medida en que sus limitaciones la fueron excluyendo aun de prácticas cotidianas elementales, como sentarse a la mesa.
Para mí, el proceso concluyó con su fallecimiento. Lo que sucedió a continuación me es del todo ajeno, y vino determinado externamente, por las convenciones sociales.
La vida debe engendrar vida. En el ciclo esplendoroso de la naturaleza, la materia alimenta la materia. La energía fluye de unos a otros entes y la magia se perpetúa. Esa fase es la que he echado de menos: mi madre no volverá a la tierra. Sus restos permanecerán en una urna cineraria, al menos durante un tiempo. Su muerte no servirá para alimentar ninguna cosa.
Y, sintiéndome afortunada, en medio de todo, no he podido evitar pensar en lo que sentirán algunos ante otras muertes: muertes tempranas, anticipadas, intempestivas; muertes violentas.
Homenaje a los caidos. Plaza Callao, Madrid Foto cortesía de Ignacio Izcaray Yépez |
He pensado en el dolor de ver mancillado el cuerpo amado, el cuerpo parido, el cuerpo cultivado con desvelo. Los han herido como si, destruyendo sus cuerpos, pudieran destruir también sus ideales…
A ellos, a sus familiares, se dirige mi palabra de condolencia y de solidaridad: duerman en paz. No ha sido en vano: sus vidas alimentan la vida y sirven de abono al sustrato del que florecerán los eternos valores de la justicia, la verdad y la paz.
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