El Universal, 15 de abril de 2014
Gabriela mira a través de la ventana, escrutando la frialdad silenciosa de un paisaje que se extiende en franjas, como los registros de un iconostasio. Más allá de la primera orilla, gris y urbana, la verde superficie del campo alcanza la frontera de un mar desdibujado, más azul que el cielo azul bajo el que yace.
La quietud horizontal de la visión remite a una postal, a una instantánea, en donde todo permanece inmóvil, inaccesible tras el brillo pegajoso de la emulsión que recubre el papel fotográfico.
Y allí está ella: superpuesta, ajena, impropia, recortándose contra la imagen helada, como una calcomanía adherida a un fondo extraño y aleatorio.
Comenzó así también su deambular por la vida, incapaz de fundirse con la vulgaridad cotidiana del entorno.
-Es pelirroja, musitó con asombro la rotunda humanidad de la mucama.
-Es pelirroja, susurró la anciana, al reconocer la lechosa fisonomía de sus ancestros.
-Parece un Hans Holbein, sentenció el erudito, penetrado por el colorido desigual de la paleta que entintaba el fenotipo irrepetible de la niña.
Y así supo ella, desde el primer momento, que era diferente, y aprendió a contemplar el mundo recluida en la verde transparencia de su mirada de aceituna.
La luz que emana de sus ojos es lo único que rescalda su gélida apariencia de entidad de las aguas. Blancura de magnolia, anda como sin tocar el suelo, deslizándose, mitad pez y mitad
bailarina, rodeada de un halo neutral e inexpresivo. La tez transparente, pegada a los pómulos, resplandece nacarada con palidez de ondina.
Está lejos de casa.
Seis tramos de pisadas mitigadas por la suela de goma de sus zapatos adolescentes la separan de la ciudad. Al llegar al primer rellano alcanza a oír, atemperados por la gruesa puerta de madera, las escalas que ejecuta sobre el piano uno de los vecinos del edificio en que habita.
Dos descansillos más y atraviesa el portal. La calle se le antoja el cauce por el que discurre la ciudad como un río, como una entidad viviente que va cambiando de rostro y se ofrece diferente y nueva desde cada escaparate. Gabriela recorre la acera-costa, vadeando la ribera de piedra gris que delimita la calzada a cada lado, y que se eleva dibujando contra el horizonte un perfil zigzagueante, merced a los tejados a dos aguas.
Como una sombra, lleva tras de sí la informe llamarada de su melena roja: ora péndulo, ora cascada… El viento experimenta, dibujando en torno a su cabeza, semihundida en la bufanda color granate, diferentes peinados. Como si dotados de viva propia estuvieran, se ensortijan caprichosamente aquí y allá los brazos flexibles de la enredadera de cobre que enmarca su rostro preocupado.
Un examen más. Un sólo examen más y podrá regresar a casa.
Jugárselo todo a una sola carta: las horas de silencio, la falta del abrazo; las interminables jornadas en una biblioteca que desentona con el vetusto edificio que la aloja.
Su breve anatomía parece todavía más enjuta en contraste con la magnificencia del MacEwan Hall: la belleza del recinto impone. Levanta la cabeza y su mirada vacila ante la luz tamizada que penetra desde la cúpula a través de la linterna. El esplendoroso edificio, sobredimensionado por el pánico, resulta amenazador.
Con la pluma en la mano, va invocando los nombres:
Milton, Ronsard, Ossian…
El tiempo apremia. El corazón late de prisa.
Mcpherson, Burns, Scott...
Noventa minutos más y todo habrá terminado: la tinta transfigura la identidad del papel y lo convierte en mapa, en hoja de ruta, en itinerario de un viaje de regreso.
Son las tres de la tarde, y todavía algún rayo de sol desdibuja las aristas de la arquitectura urbana al regresar a casa por Clerk Street. Edimburgo se presenta amable y hermosa, como antes, como siempre. Al final de la calle, la solidez contundente del Old College inspira seguridad. Y una vendedora de dulces, sumergida tras la ortogonal disposición de los bollos, atisba a través del escaparate y aventura un saludo al reconocer a la joven: bajo la cofia nevada, blanca como si también ella fuera de merengue, algún mechón cobrizo se desliza para revelar una cabellera también roja.
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