El Universal, 28 de enero de 2014
El balcón de la casa, de claras reminiscencias coloniales, se orientaba hacia la Avenida Las Lauras, en San Rafael de La Florida. Sus puertas, que normalmente permanecían clausuradas, se veían a veces semi-entornadas: suponía yo entonces alguna actividad en el recinto que se extendía detrás de ellas, e imaginaba fresco el interior por contraste con la canícula caraqueña.
Recuerdo haberme sentido impresionada la primera vez que pude acceder a aquel lugar. Las paredes de la habitación se encontraban literalmente cubiertas, de suelo a techo, por la extensa biblioteca de Pascual Venegas Filardo, y una escalera permitía acceder a los volúmenes situados en las estanterías más altas mediante una especie de deambulatorio que recorría el perímetro de la habitación, creando una suerte de segundo piso. Ignoro a qué sistema de clasificación recurría don Pascual, pero doy fe de que podía localizar en un instante y sin dificultad cualquier libro al que hiciera referencia.
Con el transcurso del tiempo ha llegado a asombrarme cómo pude haber tenido la desfachatez de requerir la atención de este hombre, cuya huella hoy en día percibo como decisiva en el devenir de las letras venezolanas.
Yo tendría dieciséis años cuando, por razones que no atino a recordar, andaba involucrada en la redacción de un ensayo a propósito de los puertos nacionales. Consultada otra de mis víctimas, Gastón París del Gallego, tras darme algunas orientaciones me conminó:
-¡Pero chica! Tú con quien tienes que hablar es con tu vecino, Pascual Venegas.
Y sí, lo confieso: tuve la osadía de pedir que me recibiera, por intermedio de la bondadosa señora Elba, su esposa. Debo aducir en mi descargo que ignoraba yo en aquel entonces la envergadura del personaje que estaba pidiendo que me recibiese. Sabía, eso sí, que se trataba de un respetable intelectual. Pero para mí era el vecino, el señor amable y siempre cortés con quien coincidía casi diariamente en la acera, y era, sobre todo, el papá de las “morochas” y de la preciosa Alicia, las más próximas a mí de sus hijos, en razón de la edad.
Hoy en día considero un privilegio haber tenido acceso a aquel recinto en el que se gestaban tantas ideas y en donde se escribía la columna “¿Ha leído usted?” entre otros textos maravillosos. La única experiencia parecida que puedo evocar es haber visitado el taller del maestro Rufino Tamayo en su casa de Ciudad de México, conservado por su viuda tal y como había estado cuando el maestro pintaba sus lienzos.
Se trataba , sin embargo, de un privilegio compartido, porque si algo caracterizaba a don Pascual era su accesibilidad, y su lugar de trabajo se encontraba permanentemente abierto para sus estudiantes, aun para quienes, como yo, no podíamos dar la talla como interlocutores. Probaba esta actitud su permanente curiosidad por cuanto le rodeaba, sutalante generoso y su carácter empático y cordial, a pesar de que recuerdo la mesura como uno de los rasgos preponderantes de su personalidad.
Don Pascual oyó mis planteamientos; conversó conmigo durante horas en aquel sancta sanctorum en que me concedió el honor de recibirme, y hasta me prestó alguno de sus libros. No sé qué fue de aquel texto sobre los puertos venezolanos para el que me brindó generosamente su ayuda, pero sí conservo en mí memoria, como referente, el modo de ser de este hombre, modelo de educador por vocación.
Mucho antes de leer “La niña del Japón” y "Canto al Río de mi infancia”; entre sus muchos poemarios; antes de conocer su trayectoria, que incluía el haber recibido en distintas oportunidades el Premio Nacional de Periodismo y el Premio Nacional de Literatura en 1983; antes de saber que había sido distinguido como Individuo de Número de la Real Academia Española de la Lengua, capítulo de Venezuela, e Individuo de Número de la Academia Nacional de Ciencias Económicas; mucho antes de beneficiarme con su dilatada experiencia como profesor universitario, ya la bonhomía de Pascual Venegas Filardo había dejado en mi alma su huella y la certeza de que a la inteligencia va vinculada la sencillez, y de que el interés auténtico por las personas y las cosas que nos rodean es el principio de que se nutren las mentes más brillantes
martes, 28 de enero de 2014
martes, 21 de enero de 2014
Por causa de Ana Frank
El Universal, 21 de enero de 2014
No sé si tendría nueve o diez años cuando leí por primera vez el “Diario de Ana Frank”. La narración que contiene este impresionante documento comienza el día del cumpleaños de Ana, cuando recibe el cuaderno en el que volcaría todas sus reflexiones, sus inquietudes y su visión sobre la persecución de que serían víctimas ella y su familia, reflejando la transformación que iría operándose en sus vidas a causa del antisemitismo.
Paulatinamente, la vida de Anna se ensombrece. La niña normal que va a la escuela y tiene amigas se convierte en una cautiva, cuyo principal entretenimiento consiste en referir cómo transcurre su vida en el zulo en el que dos familias judías, la suya y otra, permanecen escondidas.
La historia me sonaba especialmente verosímil. A escasos veinte años de la Segunda Guerra Mundial todavía estaban frescas las heridas en la mitad italiana de mi familia, sumida además en la ambivalencia de haber sido educada y haber vivido en tiempos del Duce, mientras empleaban sus posiciones para proteger a cuantos judíos tenían ocasión de esconder. Los cuerpos y las memorias de mi padre y sus hermanos estaban llenos de cicatrices que hacían del “Diario” algo más que una historia de ficción, escalofriantemente próxima.
Creo que fue a causa del libro por lo que comencé, pues, a aceptar, no sin cierta melancolía, la transitoriedad de las cosas de la vida. Los niños suelen percibir el entorno como estático e inmutable: descubrimos el mundo y nos embarga la impresión de que todo será siempre así, como lo hemos conocido, y vivimos en una realidad poblada por personajes y lugares que pensamos que siempre estarán allí, hasta que el tiempo se encarga de darnos la primera lección, cuando experimentamos la primera muerte o la primera mudanza. Por cierto que en este sentido resulta especialmente ilustrativa la novela de Miguel Delibes “El camino”.
Más allá de la nostalgia por esos tiempos pasados que fueron mejores; más allá de la melancolía que nos genera la certeza de saber que cada momento es irrepetible, y que debemos apurarlo hasta la última gota, hay varias lecciones que podríamos educir en positivo.
La primera de ellas apunta en el sentido de que no hay mal que cien años dure, como acota la sabiduría popular. La segunda nos urge, efectivamente, a sacar el máximo provecho de cada momento y a hacer de él algo enriquecedor y gratificante.
Venimos al mundo con una especie de “kit básico”, de “pack vital”: nacemos altos o bajos, en uno u otro sitio, ricos o pobres; más o menos ágiles; con una familia que puede o no invitarnos a crecer. Eso nos viene dado y poco podemos hacer para modificarlo. Pero, a más de lo inevitable, y más a partir de cierta edad, todos podemos incorporar otros “complementos” a nuestras vidas, haciendo de ella algo más feliz.
Somos responsables de poner en nuestro día a día experiencias y personas que nos nutran, que favorezcan nuestro desarrollo y, en ocasiones, somos responsables también por efectuar las correspondientes expulsiones en caso de que ciertas relaciones nos desgasten. Es inútil lamentarnos por lo que es inmodificable, pero, dentro de nuestro particular contexto, siempre podemos alcanzar un mayor grado de bienestar relacionado, según indican los especialistas, más con el “hacer” que con el “tener”: viajes, lecturas, estudios e interacciones pueden incorporar un importante grado de felicidad a nuestras vidas. Y, desde luego, es importante entrenarnos en identificar las cosas positivas presentes en nuestra vida y dar gracias por ellas
No hay mejor momento que el “ahora” para ponernos en pie y tomar acciones. Cada minuto pasa y es irrecuperable, y resulta urgente evitar la pereza y la natural tendencia a la procrastinación, porque la vida es un tren que no pasa dos veces por el mismo lugar. No sea cosa, que más adelante, lamentemos habernos perdido algún paisaje.
No sé si tendría nueve o diez años cuando leí por primera vez el “Diario de Ana Frank”. La narración que contiene este impresionante documento comienza el día del cumpleaños de Ana, cuando recibe el cuaderno en el que volcaría todas sus reflexiones, sus inquietudes y su visión sobre la persecución de que serían víctimas ella y su familia, reflejando la transformación que iría operándose en sus vidas a causa del antisemitismo.
Paulatinamente, la vida de Anna se ensombrece. La niña normal que va a la escuela y tiene amigas se convierte en una cautiva, cuyo principal entretenimiento consiste en referir cómo transcurre su vida en el zulo en el que dos familias judías, la suya y otra, permanecen escondidas.
La historia me sonaba especialmente verosímil. A escasos veinte años de la Segunda Guerra Mundial todavía estaban frescas las heridas en la mitad italiana de mi familia, sumida además en la ambivalencia de haber sido educada y haber vivido en tiempos del Duce, mientras empleaban sus posiciones para proteger a cuantos judíos tenían ocasión de esconder. Los cuerpos y las memorias de mi padre y sus hermanos estaban llenos de cicatrices que hacían del “Diario” algo más que una historia de ficción, escalofriantemente próxima.
Creo que fue a causa del libro por lo que comencé, pues, a aceptar, no sin cierta melancolía, la transitoriedad de las cosas de la vida. Los niños suelen percibir el entorno como estático e inmutable: descubrimos el mundo y nos embarga la impresión de que todo será siempre así, como lo hemos conocido, y vivimos en una realidad poblada por personajes y lugares que pensamos que siempre estarán allí, hasta que el tiempo se encarga de darnos la primera lección, cuando experimentamos la primera muerte o la primera mudanza. Por cierto que en este sentido resulta especialmente ilustrativa la novela de Miguel Delibes “El camino”.
Más allá de la nostalgia por esos tiempos pasados que fueron mejores; más allá de la melancolía que nos genera la certeza de saber que cada momento es irrepetible, y que debemos apurarlo hasta la última gota, hay varias lecciones que podríamos educir en positivo.
La primera de ellas apunta en el sentido de que no hay mal que cien años dure, como acota la sabiduría popular. La segunda nos urge, efectivamente, a sacar el máximo provecho de cada momento y a hacer de él algo enriquecedor y gratificante.
Venimos al mundo con una especie de “kit básico”, de “pack vital”: nacemos altos o bajos, en uno u otro sitio, ricos o pobres; más o menos ágiles; con una familia que puede o no invitarnos a crecer. Eso nos viene dado y poco podemos hacer para modificarlo. Pero, a más de lo inevitable, y más a partir de cierta edad, todos podemos incorporar otros “complementos” a nuestras vidas, haciendo de ella algo más feliz.
Somos responsables de poner en nuestro día a día experiencias y personas que nos nutran, que favorezcan nuestro desarrollo y, en ocasiones, somos responsables también por efectuar las correspondientes expulsiones en caso de que ciertas relaciones nos desgasten. Es inútil lamentarnos por lo que es inmodificable, pero, dentro de nuestro particular contexto, siempre podemos alcanzar un mayor grado de bienestar relacionado, según indican los especialistas, más con el “hacer” que con el “tener”: viajes, lecturas, estudios e interacciones pueden incorporar un importante grado de felicidad a nuestras vidas. Y, desde luego, es importante entrenarnos en identificar las cosas positivas presentes en nuestra vida y dar gracias por ellas
martes, 14 de enero de 2014
Spear: ¿La bolsa o la vida?
El Universal, 14 de enero de 2014
En un artículo publicado en este diario, hace ya más de un año, la periodista Luli Delgado explicaba que el número de personas asesinadas durante los últimos catorce años en Venezuela alcanzaría para colmar siete veces el Estadio Universitario, cuya capacidad se estima en unas veintidós mil almas. En su texto “Casi siete estadios de horror”, Delgado señalaba: “A cada una de esas 150.000 personas a quienes sin más les arrancaron de cuajo la vida, se agrega el dolor irreversible de sus padres, parejas, hijos, familias, amigos, compañeros de trabajo y por ahí sigue la lista. ¿Cuánto suma la cantidad de venezolanos que ha llorado mezclando tristeza con impotencia con impunidad? ¿Cuánto daría esa cuenta? ”
Parece que el asesinato de Mónica Spear ha venido a dar al traste con la poca paciencia que le quedaba a los venezolanos. El caso en verdad tiene aspectos escalofriantes, entre los que destaca el sufrimiento de una niña que, a más de estar herida, ha pasado por el horror de ver morir sus padres. Pero no deja de sorprender el revuelo que ha despertado el caso, quizá por tratarse de un personaje público, cuando en realidad éste es un episodio que se repite cotidianamente en nuestro país, una situación que viven, desde el más discreto anonimato, miles de familias venezolanas.
Se ha clamado por un escarmiento; se ha expuesto cómo la impunidad redunda en que se multipliquen los abusos y los crímenes; las autoridades se han movilizado rápidamente para aplacar la indignación popular, intentando localizar a los responsables de la muerte de la actriz. Sin embargo, si bien es cierto que es necesario poner coto a las barbaridades que se cometen cada vez más frecuentemente, es preciso plantarse qué es lo que subyace debajo de esa situación.
Hace algún tiempo, una amiga que reside en el extranjero pudo, después de cinco años, visitar a su familia en Venezuela. De manera inexplicable, en mitad de la noche, un grupo de hampones ingresó en la vivienda. Recorrieron las habitaciones despertando a quienes se encontraban en la casa y los condujeron al salón. Tras diversas discusiones, los rociaron con gasolina y se dispusieron a prenderles fuego. Por algún motivo, en el último momento decidieron dispararles.
Mi amiga regresó a España con dos balas todavía alojadas en su cuerpo. Tuvo más suerte que sus hermanos: uno de ellos resultó cuadrapléjico y murió meses más tarde; otra, falleció en el sitio, dejando una hija de dos años…
Pienso que todos extrañamos en nuestro entorno a alguien caído víctima de la violencia, un asunto que ha llevado a muchos a hacer las maletas, bien con miras a salvaguardar su integridad física, bien buscando poner tierra de por medio con algún evento doloroso que se procura olvidar.
La amiga que sobrevivió al suceso arriba referido, piensa que ha venido operándose un cambio en mentalidad del venezolano, que se desplaza desde una cultura del esfuerzo, de la búsqueda de la autorrealización y el éxito a través de la superación personal, hacia una cultura facilista, en la que se pretende obtener todo por la fuerza y sin ningún trabajo.
A mí, además, me sobrecogen los visos de sadismo que tiñen estas anécdotas. La cinematogáfica frase “la bolsa o la vida” plantea una dicotomía entre dos posibles actitudes: quien pasivamente se deja despojar, no habría de correr mayor peligro. Sólo quien opusiera resistencia se expondría a una violencia cuyo fin no sería otro que reducir a la víctima para privarla de sus pertenencias.
Sin embargo, resulta evidente que en nuestro país la violencia no se ejerce simplemente en pos de bienes materiales. Si así fuera: una vez perpetrado el robo los delincuentes se retirarían del lugar dejando en paz a sus víctimas. Pero no: hacen gala de una crueldad refinada que se complace en torturar psicológica y físicamente a los infortunados que caen en sus manos. El odio pareciera desbordarse en las iniquidades que se cometen contra cualquier ciudadano de a pie.
¿Qué hay detrás de todo eso? ¿Qué persigue quien asume este tipo de actitudes? Está claro que se trata de un problema educativo; de una conciencia no formada. Pero mucho me temo que el ingrediente fundamental de este comportamiento es el resentimiento, un resentimiento atroz y alimentado por privaciones y calamidades padecidas durante años, y que se han convertido en un peligroso caldo de cultivo en el que se han gestado estos males.
La impunidad, en efecto, favorece que se repitan una y otra vez este tipo de incidentes, pero, más allá de eso, es preciso neutralizar los factores que nutren ese resentimiento: es preciso reparar las heridas raigales; es preciso detener este engranaje macabro. De otro modo, no será posible poner fin a este tipo de situaciones. Y es preciso, desde luego, exigir responsabilidades a los encargados de velar por la seguridad de todos.
Luli Delgado |
Parece que el asesinato de Mónica Spear ha venido a dar al traste con la poca paciencia que le quedaba a los venezolanos. El caso en verdad tiene aspectos escalofriantes, entre los que destaca el sufrimiento de una niña que, a más de estar herida, ha pasado por el horror de ver morir sus padres. Pero no deja de sorprender el revuelo que ha despertado el caso, quizá por tratarse de un personaje público, cuando en realidad éste es un episodio que se repite cotidianamente en nuestro país, una situación que viven, desde el más discreto anonimato, miles de familias venezolanas.
Se ha clamado por un escarmiento; se ha expuesto cómo la impunidad redunda en que se multipliquen los abusos y los crímenes; las autoridades se han movilizado rápidamente para aplacar la indignación popular, intentando localizar a los responsables de la muerte de la actriz. Sin embargo, si bien es cierto que es necesario poner coto a las barbaridades que se cometen cada vez más frecuentemente, es preciso plantarse qué es lo que subyace debajo de esa situación.
Hace algún tiempo, una amiga que reside en el extranjero pudo, después de cinco años, visitar a su familia en Venezuela. De manera inexplicable, en mitad de la noche, un grupo de hampones ingresó en la vivienda. Recorrieron las habitaciones despertando a quienes se encontraban en la casa y los condujeron al salón. Tras diversas discusiones, los rociaron con gasolina y se dispusieron a prenderles fuego. Por algún motivo, en el último momento decidieron dispararles.
Mi amiga regresó a España con dos balas todavía alojadas en su cuerpo. Tuvo más suerte que sus hermanos: uno de ellos resultó cuadrapléjico y murió meses más tarde; otra, falleció en el sitio, dejando una hija de dos años…
Pienso que todos extrañamos en nuestro entorno a alguien caído víctima de la violencia, un asunto que ha llevado a muchos a hacer las maletas, bien con miras a salvaguardar su integridad física, bien buscando poner tierra de por medio con algún evento doloroso que se procura olvidar.
La amiga que sobrevivió al suceso arriba referido, piensa que ha venido operándose un cambio en mentalidad del venezolano, que se desplaza desde una cultura del esfuerzo, de la búsqueda de la autorrealización y el éxito a través de la superación personal, hacia una cultura facilista, en la que se pretende obtener todo por la fuerza y sin ningún trabajo.
A mí, además, me sobrecogen los visos de sadismo que tiñen estas anécdotas. La cinematogáfica frase “la bolsa o la vida” plantea una dicotomía entre dos posibles actitudes: quien pasivamente se deja despojar, no habría de correr mayor peligro. Sólo quien opusiera resistencia se expondría a una violencia cuyo fin no sería otro que reducir a la víctima para privarla de sus pertenencias.
Sin embargo, resulta evidente que en nuestro país la violencia no se ejerce simplemente en pos de bienes materiales. Si así fuera: una vez perpetrado el robo los delincuentes se retirarían del lugar dejando en paz a sus víctimas. Pero no: hacen gala de una crueldad refinada que se complace en torturar psicológica y físicamente a los infortunados que caen en sus manos. El odio pareciera desbordarse en las iniquidades que se cometen contra cualquier ciudadano de a pie.
¿Qué hay detrás de todo eso? ¿Qué persigue quien asume este tipo de actitudes? Está claro que se trata de un problema educativo; de una conciencia no formada. Pero mucho me temo que el ingrediente fundamental de este comportamiento es el resentimiento, un resentimiento atroz y alimentado por privaciones y calamidades padecidas durante años, y que se han convertido en un peligroso caldo de cultivo en el que se han gestado estos males.
La impunidad, en efecto, favorece que se repitan una y otra vez este tipo de incidentes, pero, más allá de eso, es preciso neutralizar los factores que nutren ese resentimiento: es preciso reparar las heridas raigales; es preciso detener este engranaje macabro. De otro modo, no será posible poner fin a este tipo de situaciones. Y es preciso, desde luego, exigir responsabilidades a los encargados de velar por la seguridad de todos.
martes, 7 de enero de 2014
Lena Yau: de cocinas y letras
El Universal, 7 de enero de 2014
El Instituto Cervantes es un organismo público español creado el 21 de marzo de 1991. Aunque su nombre revela de manera inequívoca su vinculación con el campo de las letras, sus objetivos apuntan más allá: además de la promoción y enseñanza de la lengua española, el Instituto vela por la difusión de la cultura de España e Hispanoamérica.
En esa línea, fue publicada la obra “El sabor de la eñe”, un libro de cuyo lanzamiento se haría eco este diario, y cuyo contenido ha venido a resumirse como “59 términos culinarios, 59 referencias literarias, 59 recetas ”.
Cocinas y banquetes han configurado a través de la historia no sólo un marco en el que se encuadran episodios narrativos que dan cuenta de las preferencias y costumbres de las distintas épocas, sino que incluso ciertos manjares o su preparación se han erigido como auténticos protagonistas de algunas obras.
En “El sabor de la eñe” se recogen 59 recetas con las que preparar platos que figuran en algunas de las más reputadas novelas de escritores españoles o latinoamericanos. Cada receta va acompañada de un texto. Así, por ejemplo, se describe el modo de preparar el “tacacho con cecina” mencionado por Vargas Llosa, o la “alboronía” contenida en la literatura garciamarquiana. La condición fundamental es que el plato mencionado por el autor sea típico de su país
En el caso de Venezuela, se hace referencia, por ejemplo, a la hallaca, incorporando un texto anecdótico de Federico Vegas, contenido en su obra “Sumario”. Pero, además, entre los ingredientes venezolanos que sazonan este libro es preciso destacar la participación de la filóloga, periodista y escritora Lena Yau, quien ha trabajó no sólo en la investigación que llevaría a elaborar la lista de platos seleccionados para el libro con los correspondientes textos en que se citan, sino también en la asesoría literaria propiamente dicha.
Nacida en Caracas en 1968, Lena obtuvo en La Universidad Católica Andrés Bello, la Licenciatura en Letras. Más trade cursaría estudios de postgrado en los campos de la Comunicación Social y de la Filología Hispánica.
En 1999 se traslada a Madrid, desde donde colabora con artículos de opinión en la prensa de Estados Unidos y de Latinoamérica. También ha dictado conferencias sobre literatura digital en las sedes del Instituto Cervantes en Pekín, Shanghai y Madrid.
Su blog “Mil Orillas”, que ha ocupado importantes posiciones según diferentes estudios, apareció en junio de 2006: “es un sitio que pensé para bosquejar textos y hacer ejercicios narrativos”, diría la escritora. Entre poemas y relatos, aparece también un personaje, Juan, un pintor signado por el sobrepeso.
Porque el investigar la relación entre la comida y la literatura ha sido una constante en la trayectoria de Lena Yau, quien explica este fenómeno como una síntesis de su interés en la gastronomía, en el hecho culinario como expresión cultural y su necesidad de escribir.
En la actualidad, Lena trabaja en una novela escrita a partir de “Mil orillas” al tiempo que prosigue su investigación para que nuevos volúmenes de “El sabor de la eñe” vean la luz.
Lena Yau es, sin duda, otra venezolana que destaca, esta vez en el campo de la literatura, dejando prueba del buen hacer y la capacidad de trabajo que pueden caracterizarnos.
En esa línea, fue publicada la obra “El sabor de la eñe”, un libro de cuyo lanzamiento se haría eco este diario, y cuyo contenido ha venido a resumirse como “59 términos culinarios, 59 referencias literarias, 59 recetas ”.
Cocinas y banquetes han configurado a través de la historia no sólo un marco en el que se encuadran episodios narrativos que dan cuenta de las preferencias y costumbres de las distintas épocas, sino que incluso ciertos manjares o su preparación se han erigido como auténticos protagonistas de algunas obras.
En “El sabor de la eñe” se recogen 59 recetas con las que preparar platos que figuran en algunas de las más reputadas novelas de escritores españoles o latinoamericanos. Cada receta va acompañada de un texto. Así, por ejemplo, se describe el modo de preparar el “tacacho con cecina” mencionado por Vargas Llosa, o la “alboronía” contenida en la literatura garciamarquiana. La condición fundamental es que el plato mencionado por el autor sea típico de su país
En el caso de Venezuela, se hace referencia, por ejemplo, a la hallaca, incorporando un texto anecdótico de Federico Vegas, contenido en su obra “Sumario”. Pero, además, entre los ingredientes venezolanos que sazonan este libro es preciso destacar la participación de la filóloga, periodista y escritora Lena Yau, quien ha trabajó no sólo en la investigación que llevaría a elaborar la lista de platos seleccionados para el libro con los correspondientes textos en que se citan, sino también en la asesoría literaria propiamente dicha.
Nacida en Caracas en 1968, Lena obtuvo en La Universidad Católica Andrés Bello, la Licenciatura en Letras. Más trade cursaría estudios de postgrado en los campos de la Comunicación Social y de la Filología Hispánica.
En 1999 se traslada a Madrid, desde donde colabora con artículos de opinión en la prensa de Estados Unidos y de Latinoamérica. También ha dictado conferencias sobre literatura digital en las sedes del Instituto Cervantes en Pekín, Shanghai y Madrid.
Lena Yau y Ferrén Adriá en "El Bulli" |
Porque el investigar la relación entre la comida y la literatura ha sido una constante en la trayectoria de Lena Yau, quien explica este fenómeno como una síntesis de su interés en la gastronomía, en el hecho culinario como expresión cultural y su necesidad de escribir.
En la actualidad, Lena trabaja en una novela escrita a partir de “Mil orillas” al tiempo que prosigue su investigación para que nuevos volúmenes de “El sabor de la eñe” vean la luz.
Lena Yau es, sin duda, otra venezolana que destaca, esta vez en el campo de la literatura, dejando prueba del buen hacer y la capacidad de trabajo que pueden caracterizarnos.
miércoles, 1 de enero de 2014
El reality show en que vivo
El Universal, 31 de diciembre de 2013
En los últimos años ha aumentado el número y la diversidad de los llamados reality shows, programas televisivos que transmiten lo que le ocurre a personas reales en determinadas circunstancias.
“Gran hermano”, uno de los más populares programas de este género a nivel internacional, toma su nombre de la novela de Georges Orwell “1984”. La obra, emplazada en un futuro Londres imaginario, analiza la estructura social de un estado colectivista, del cual es máximo dirigente el Gran Hermano, quien al mismo tiempo funge como guardián de la sociedad a través de dispositivos que monitorean las acciones cotidianas de cada individuo. “Gran Hermano” remite pues a la idea de este seguimiento ininterrumpido del quehacer de cada persona mediante la cámara.
Diversas son las razones que podrían explicar el éxito de los reality shows, desde la mera curiosidad hasta el interés sincero en el proceso de formación que se da en el seno de algunos de estos programas, concebidos frecuentemente a modo de “academias”.
En días pasados pude ver la retransmisión de un segmento de “Project Runway”, un reality show estadounidense creado en torno al mundo de la moda. En este programa los participantes, evaluados por un jurado especializado, competen entre ellos para crear el mejor diseño de ropa.
En la emisión que tuve oportunidad de ver, los concursantes fueron despertados a medianoche y se les trasladó al taller de costura tal y como estaban vestidos. La prueba consistía en diseñar un modelo a partir de las prendas que llevaban puestas cuando se les despertó.
Ni siquiera sé si terminé de ver el programa, pero lo cierto es que, desde entonces, esta prueba ha regresado a mi memoria como referente en varias oportunidades. Y es que para vivir resulta clave la capacidad de crear a partir de lo que tenemos.
En muchas ocasiones nos vemos inmersos en un contexto que no es el más favorable para llevar a cabo nuestros planes. Puede que vivamos insatisfechos, frustrados, viviendo una vida que no es la que deseamos. Es verdad que muchas situaciones reales son inevitables y tenemos que cargar con ellas, pero es preciso hacer el esfuerzo de invertir tiempo en buscar las vías alternativas, no tradicionales, para acceder a lo que deseamos: descubrir qué podemos hacer con lo que tenemos.
La diferencia con el reality show es que en el programa los participantes tenían un plazo para lograr su meta y garantizar su permanencia en el concurso, mientras que nosotros podemos postergar indefinidamente la búsqueda de la felicidad y seguir viviendo la misma vida, transitando una y otra vez por el mismo día, como el hámster en la ruedecita de su jaula.
Estas fechas, que por repetirse año tras año se prestan a hacer comparaciones y verificar qué cambios se han operado, son percibidas también como una especie de frontera, un punto de corte, un límite que se rebasa al traspasar de uno a otro año. Es un momento propicio para hacer balance y preguntarnos si vamos a permitir que todo siga igual, para tomar decisiones , para plantear las estrategias que nos permitirán llegar al punto que deseamos.
Desde luego, habrá obstáculos: habrá que elegir entre utilizar las carencias como excusas para no hacer nada, o establecer los pasos que han de conducirnos al éxito. Como en la película “El show de Truman” somos los protagonistas de nuestro propio reality show. El tiempo corre y no hay segundas oportunidades: ahora o nunca.
En los últimos años ha aumentado el número y la diversidad de los llamados reality shows, programas televisivos que transmiten lo que le ocurre a personas reales en determinadas circunstancias.
“Gran hermano”, uno de los más populares programas de este género a nivel internacional, toma su nombre de la novela de Georges Orwell “1984”. La obra, emplazada en un futuro Londres imaginario, analiza la estructura social de un estado colectivista, del cual es máximo dirigente el Gran Hermano, quien al mismo tiempo funge como guardián de la sociedad a través de dispositivos que monitorean las acciones cotidianas de cada individuo. “Gran Hermano” remite pues a la idea de este seguimiento ininterrumpido del quehacer de cada persona mediante la cámara.
Diversas son las razones que podrían explicar el éxito de los reality shows, desde la mera curiosidad hasta el interés sincero en el proceso de formación que se da en el seno de algunos de estos programas, concebidos frecuentemente a modo de “academias”.
En días pasados pude ver la retransmisión de un segmento de “Project Runway”, un reality show estadounidense creado en torno al mundo de la moda. En este programa los participantes, evaluados por un jurado especializado, competen entre ellos para crear el mejor diseño de ropa.
En la emisión que tuve oportunidad de ver, los concursantes fueron despertados a medianoche y se les trasladó al taller de costura tal y como estaban vestidos. La prueba consistía en diseñar un modelo a partir de las prendas que llevaban puestas cuando se les despertó.
Ni siquiera sé si terminé de ver el programa, pero lo cierto es que, desde entonces, esta prueba ha regresado a mi memoria como referente en varias oportunidades. Y es que para vivir resulta clave la capacidad de crear a partir de lo que tenemos.
En muchas ocasiones nos vemos inmersos en un contexto que no es el más favorable para llevar a cabo nuestros planes. Puede que vivamos insatisfechos, frustrados, viviendo una vida que no es la que deseamos. Es verdad que muchas situaciones reales son inevitables y tenemos que cargar con ellas, pero es preciso hacer el esfuerzo de invertir tiempo en buscar las vías alternativas, no tradicionales, para acceder a lo que deseamos: descubrir qué podemos hacer con lo que tenemos.
Estas fechas, que por repetirse año tras año se prestan a hacer comparaciones y verificar qué cambios se han operado, son percibidas también como una especie de frontera, un punto de corte, un límite que se rebasa al traspasar de uno a otro año. Es un momento propicio para hacer balance y preguntarnos si vamos a permitir que todo siga igual, para tomar decisiones , para plantear las estrategias que nos permitirán llegar al punto que deseamos.
Desde luego, habrá obstáculos: habrá que elegir entre utilizar las carencias como excusas para no hacer nada, o establecer los pasos que han de conducirnos al éxito. Como en la película “El show de Truman” somos los protagonistas de nuestro propio reality show. El tiempo corre y no hay segundas oportunidades: ahora o nunca.
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