El Universal, 26 de febrero de 2013
Hace algunos días el doctor Eduardo Puertas, amigo, pero sobre todo, interlocutor inteligente, me introdujo al principio de Hanlon: «Nunca atribuyas a la maldad lo que puede ser explicado por la estupidez».
Esta aparentemente sencilla aseveración traduce una visión del hombre que parte del principio de que, con claras excepciones, no existe el propósito deliberado hacer daño, sino que el daño en sí mismo es un efecto colateral de las acciones que alguien emprende para alcanzar sus objetivos.
En lo personal, comparto esta idea. La desconfianza responde a una muy pobre concepción del ser humano. Yo prefiero creer que la gente es buena. Y ni siquiera que es estúpida: simplemente cada quien va tras sus propios intereses sin percatarse de lo que se lleva por delante. Supongo que debe ser agotador presumir la mala intención implícita en las acciones de los otros, así como supongo que hay que tener mucha sangre fría para saber que estás hiriendo a alguien y que te dé lo mismo. Esa es otra situación.
A menudo se emplea el término ponderar, una de cuyas acepciones es “determinar el peso de algo” para referirse al proceso de reflexión mediante el cual se valora un evento. Pareciera establecerse una analogía entre el establecer el peso físico de un objeto y la importancia que se confiere a ciertas situaciones o personas en nuestra vida. Será entonces conveniente aferir, de vez de cuando, nuestras balanzas; revisar nuestra escala de valores; replantear nuestro sistema de creencias; verificar que es lo que resulta verdaderamente útil en nuestras vidas y cómo contribuye a hacernos más felices a nosotros y a quienes nos rodean.
Nuestra conducta nunca debería estar determinada por el comportamiento de otros: el actuar con nobleza, con rectitud, con generosidad , no debería ser una función de lo que los otros hagan: retribuir el mal con mal no hace más que envilecernos y prolongar el conflicto. Es inevitable (y poco sano) negar nuestras emociones, pero también es deseable poner freno a las pasiones y procurar conservar la objetividad. Ello constituye un signo de madurez y autocontrol. Somos conscientes de que el otro nos ha hecho daño, pero somos capaces de operar sin que ello nos influya.
En todo caso, una concepción del ser humano como ente intrínsecamente “bueno” nos debería llevar a discriminar entre la persona y la conducta. La película Crash, que se hiciera acreedora a seis nominaciones al Oscar en el año 2005, cosechando tres estatuillas, resulta extraordinariamente elocuente en este sentido: la misma persona puede actuar de una u otra forma según el contexto... Es lo que Ortega y Gasset enunciaría como “Yo y mis circunstancias”. Así pues, en principio, es posible rechazar una conducta, pero no a una persona.
Y por último, con miras a salvaguardar nuestra integridad, yo rehuiría la mezquindad, la terrible tendencia a escamotearle a los demás lo que tampoco nos va a hacer más ricos a nosotros. Dejaría que las cosas fluyan; que los demás disfruten. Si puedo facilitarlo yo, mejor. Y que cada quien siga su camino. Al fin y al cabo, agua que no has de beber…..
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