El Universal 19 de marzo de 2013
Estudiar es una experiencia que, según la circunstancias, puede resultar aventura o pesadilla. A veces, es una carrera de obstáculos a salvar para poder alcanzar un estadio en el que uno pueda elegir lo que realmente desea aprender, aquello en que desea invertir tiempo y esfuerzo.
La educación formal, en principio, procura dotar al educando de unas competencias básicas que faciliten su interacción con el medio que le rodea y posibiliten la prosecución de sus estudios. Sin embargo, esta ocupación, que de por sí debería resultar gratificante (el ser humano es naturalmente curioso y proclive al descubrimiento) no siempre reporta tanto disfrute como podría. Es normal: a más de los intelectuales, el proceso genera también aprendizajes actitudinales: la perseverancia, el esfuerzo, la organización del tiempo, la disciplina… Son herramientas verdaderamente útiles para la consecución de muchas metas en la vida, pero a veces internalizadas a costa de quitarle tiempo a otras actividades percibidas como placenteras, lo cual podría explicar cierto rechazo.
El estudio suele tropezar con dos escollos: interés y motivación. A menudo, cursamos muchas asignaturas porque así nos lo exige el currículum, sin que comprendamos su utilidad y con una auténtica inversión de esfuerzo en caso de no tener especial facilidad para la materia. Pero todos conocemos, por contraste, la experiencia de perder la noción del tiempo investigando en internet algún asunto que nos apasiona: las horas vuelan. Nada parece cuesta arriba cuando hacemos lo que realmente queremos. Y en ello podemos encontrar la primera ventaja que le lleva el educando adulto al estudiante más joven: cuando estudiar es una elección, cuando es una opción seleccionada en respuesta a nuestras necesidades y deseos, el proceso fluye impulsado precisamente por la sed de conocimiento, movilizado por una búsqueda de satisfacción personal, de crecimiento y de autorrealización.
Normalmente el adulto, sobre todo en la tercera edad, no ve en el estudio una vía para alcanzar la promoción social ni un requisito a cumplir para obtener una posición laboral, asuntos que con frecuencia ya tiene resueltos. Simplemente, una vez superadas algunas responsabilidades económicas y familiares, recupera cierta cantidad de tiempo libre. Es entonces cuando puede dar curso a sus propias inquietudes.
Lo que sí es cierto, es que el proceso educativo en los adultos requiere tomar en cuenta sus características particulares e involucrar sus experiencias anteriores, presentes y futuras. En este sentido, la andragogía es la ciencia que investiga cómo tiene lugar el aprendizaje a estas edades, con miras a optimizar medios y materiales. En el ámbito andragógico el estudiante comparte con el facilitador la responsabilidad de todo el proceso, desde la planificación hasta la evaluación.
En paralelo, otras ciencias analizan las bases orgánicas del aprendizaje en los adultos. Los estudios de la Red Temática de Investigación Cooperativa sobre Envejecimiento, coordinada por Darío Acuña, por ejemplo, sugieren que la administración de melatonina evita el deterioro cognitivo asociado a la vejez, mientras que Gregg Roman, del Departamento de Biología y Bioquímica de la Universidad de Houston, afirma que dicha hormona está asociada al descenso de la capacidad de formación de recuerdos durante los periodos nocturnos de sueño. La Universidad Maimónides, por su parte, concluyó que la disminución de la GH (hormona del crecimiento) influye en el declive de las funciones cognitivas que tiene lugar en la tercera edad.
En contra de lo que ha afirmado tradicionalmente el popular dicho, loro viejo sí aprende a hablar. El aprendizaje es posible a cualquier edad, y el adulto es capaz de desarrollar estrategias que compensen la disminución de la memoria y de la velocidad de respuesta.
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