El Universal, 28 de agosto de 2012
Los infortunios de Tita, protagonista de la novela Como agua para chocolate, de Laura Esquivel, hunden sus raíces en las estrictas costumbres sociales que la llevarían a renunciar al amor para cumplir con el sagrado deber de cuidar a su madre de por vida.
Sorprende encontrar, a lo largo del libro, diversas imprecaciones contra del Manual de Carreño: “¡Maldita decencia! ¡Maldito manual de Carreño!“. Y en otro sitio: “Con impaciencia esperó a que todos comieran su pastel para poder retirarse. El manual de Carreño le impedía hacerlo antes”….
El hecho de que en la novela, ambientada en el México de la Revolución, se mencione a Carreño como referente de lo que es apropiado, revela el impacto que la obra de este venezolano tuvo más allá de las fronteras.
Manuel Antonio Carreño nació en Caracas en 1812, y fue el padre de la conocida pianista Teresa Carreño. Se desempeñó como diplomático, Ministro de Hacienda y Ministro de Relaciones Exteriores. Destacó también por su labor pedagógica, sobre todo en el ámbito de la música. Como curiosidad, cabe destacar que era sobrino de don Simón Rodríguez, el ilustre filósofo y educador, que en realidad se llamaba Simón Narciso Carreño Rodríguez.
El Manual fue publicado, por entregas, en 1853, y el Congreso Nacional recomendaría su lectura en 1955. Su divulgación le ha valido a Carreño ser considerado como el precursor de la etiqueta en América Latina.
La vigencia del Manual de urbanidad y buenas maneras es indiscutible. Si bien algunas de las prácticas que recomienda pudieran resultar anacrónicas, la tolerancia y la cortesía siguen siendo estrictamente necesarias de cara a la convivencia.
Normas que pudieran parecer gratuitas responden a veces a la conveniencia de exteriorizar algunos estados de ánimo. La costumbre de no cruzar las piernas en la iglesia, por ejemplo, pretende denotar la actitud formal y atenta del feligrés, por contraste con una postura cómoda y relajada. Se trata de un asunto netamente convencional. En otros casos, la observancia de dichas pautas podría comunicar que se ha recibido una buena educación y que se está al tanto de lo que dicta la etiqueta para cada circunstancia.
Es difícil encontrar un punto de equilibrio entre la espontaneidad y el protocolo. Se valora la autenticidad, la posibilidad de actuar en coherencia con los propios sentimientos y deseos, básicamente porque ha costado mucho que estos pudieran abrirse camino entre prejuicios y convenciones sociales. Pero a veces se produce un conflicto entre lo que se quiere hacer y los efectos que esas acciones pudieran tener sobre otras personas.
Se trata, simplemente, de no incomodar a los demás. Comportamientos que perturban en algún sentido la tranquilidad de otros constituyen una falta de respeto flagrante hacia sus derechos, del mismo modo que dar rienda suelta a la ira u otras emociones es un síntoma inequívoco de poco autocontrol. Nadie tiene por qué sufrir los desmanes de quienes no saben contenerse: las personas que no pueden convivir con otros se llaman “sociópatas”, y con frecuencia están recluidas en cárceles o sanatorios.
Precisamente en estos días se discutía en el seno de cierta multinacional el concepto de empleado estrella, señalándose cuán poco se adelantaba al contratar a una persona muy productiva en el desempeño ciertas tareas si, por otra parte, no era capaz de mantener unas saludables y respetuosas relaciones con sus compañeros de trabajo, creando unas tensiones que repercutirían desfavorablemente en el llamado clima laboral.
La educación para la convivencia resulta una tarea prioritaria dentro y fuera del aula, que, en opinión de Cruz Pérez Pérez, debería acometerse a través del proyecto educativo, el clima de participación democrática en el centro de estudios, las asambleas de aula y el aprendizaje de normas. Resulta impostergable estimular estos aprendizajes, de naturaleza actitudinal, en favor de una interrelación más gratificante para todos. Todo ello sin permitir que nos suceda lo que a Tita.
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