Por fin el domingo llegó a feliz término lo que habíamos gestado durante tanto tiempo. Tras meses de preparativos, la adopción de Inspector era oficial e íbamos a estar juntos para siempre.
Comenzó por venir a casa una vez a la semana: así nuestra gata y él podían ir aceptándose recíprocamente. Después, vino también su camita y su manta, para que su olor se fuera integrando a nuestro entorno. Progresivamente, el deseo de que estuviera a nuestro lado fue creciendo, alimentado por la luz de su mirada bondadosa; por el vaivén de su colita en continuo movimiento; por el toque leve de su hocico húmedo, que no cesaba de repartir caricias….
Desde hacía un par de semanas, estaba permanentemente con nosotros.
-¡Inspector: ven!
Y acudía sigiloso, dócil y dulce, siempre confiado, aunque tímido y discreto. Yo no necesitaba abrir los ojos para saber que estaba ahí, junto a mi cama: su incansable colita tamborileaba rítmicamente contra el colchón mientras esperaba paciente que yo me dignara despertarme. Después, cuántas caricias. ¡Qué placer abrazarle! ¿Quién podría hacerle daño a una criatura así?
Pero sí: hay quien se atreve. Fue rescatado cuando tenía unos cinco años de un lugar en el que permanecía hacinado junto con otros perros. Del tiempo transcurrido allí poco sabemos, pero dos detalles resultaban bastante elocuentes: sus orejas y su temor.
Dice Carolina que probablemente le cortaron las orejas cuando era cachorro, “a lo vivo, sin anestesia, y luego le quemaron los bordes como suele hacer la gentuza y los paletos de pueblo diciendo que es una tradición y se hace así”. El solo pensarlo me produce náuseas.
El menor ruido le causaba sobresalto; cualquier movimiento brusco lo atemorizaba. Ya nos encargaríamos nosotros de que olvidara.
Desde su rescate, su hogar fue ALBA, la Asociación para la Liberación y el Bienestar Animal, donde le prodigaron todo el cariño y los cuidados posibles. Su ternura fue cautivando el corazón de los que por allí pasaban. Y, entre todos, íbamos a ser nosotros los afortunados, los que íbamos a tener la oportunidad de convivir con este dechado de nobleza. Así el domingo Inspector pasó a formar parte de nuestra familia oficialmente.
Bastó un portazo para destrozar nuestras ilusiones y los esfuerzos que se habían sumado para hacer de él un perro feliz. En su pobre ánimo aterrorizado el sonido restalló y lo empujó a correr, a correr ciegamente y sin sentido, presa de la adrenalina. El arnés cedió ante el tirón y quedó suelto, sin límites y sin protección, en su frenética carrera.
Intentamos, sin éxito, encontrarlo antes de que oscureciera.
La fatalidad quiso que se complicaran las cosas: a medianoche se desató el estruendo de los fuegos artificiales que ponían fin a la tradicional Verbena de San Antonio, lo cual sin duda lo estimularía a alejarse.
Asombroso el sinnúmero de riesgos de los que repentinamente estuvimos conscientes: los parques, que antes se nos ofrecían como un entorno saludable y apropiado para las correrías de Inspector, se presentaban ahora como enormes extensiones por escrutar; el río y su presa nos parecían una amenaza. ¿Y si se acercaba a la verbena atraído por el olor de la comida y lo retenía alguno de los feriantes? ¿Y si alguien lo capturaba para llevarlo a las peleas de perros? ¿Y si cruzaba la calle descuidadamente y lo arrollaba un coche? ¡A cuántos peligros se encuentran expuestos los pobres animales en estas inconmensurables ciudades nuestras!
He llorado descontroladamente bajo la ducha esperando en vano que el agua caliente arrastrara lo que los sollozos no han podido arrancar de mi alma. A las cuatro de la tarde alguien dijo haber avistado un perro como Inspector. Hallaron su cuerpecito yerto junto a las vías del tren, exánime.
El amor ha sido derrotado: no bastó todo el afecto que le teníamos para exorcizar los horrores depositados en su experiencia. Pudieron más ellos, los malos, a través de la distancia y el tiempo, a través del miedo que le inocularon y que lo arrastró a correr desorientado bajo el estruendo de los fuegos artificiales, solo y aterrorizado, hasta que el tren puso fin a su triste existencia.
He vacilado en contar esta historia, pero he pensado que puede servir para recordar que, ahora mismo, hay muchos animalitos como Inspector necesitando un hogar; que nunca son suficientes las precauciones que se extremen para protegerlos si son asustadizos; que no es posible cejar en la lucha para que el maltrato animal sea perseguido y sancionado.
Inspector nos dejó una lección muy clara que Patricia Vadillo acertó a entresacar: “Gracias por habernos enseñado que se puede olvidar el rencor a pesar del daño que te hayan hecho otros seres humanos. "