El Universal, 22 de octubre de 2013
Mientras me voy vistiendo, escucho la radio, sintonizada en una emisora cualquiera, escogida al azar. Súbitamente, lo que oigo acapara mi atención: se trata de una entrevista a Beatriz Becerra, autora de “La estirpe de los niños infelices”, una novela que presenta diez casos reales de niños que se suicidaron en países y circunstancias diferentes entre 1905 y 2006. La relación entre una psicóloga y un médico guatemalteco sirve de pretexto para volcar los resultados de una investigación que la autora ha adelantado durante más de diez años.
Aún no he tenido la oportunidad de leer la obra, pero me parece encomiable que alguien tenga el valor de acometer un tema tan escabroso, que, de entrada, nuestro instinto nos pide ignorarlo. Las estadísticas son escalofriantes: la web de la Organización Mundial de la Salud reporta que cada año se suicida casi un millón de personas, lo que supone una tasa de mortalidad "global" de 16 por 100.000, o una muerte cada 40 segundos. Y, de acuerdo con el CDS (Center for Disease Control and Prevention), el suicidio es la tercera causa de muerte entre jóvenes de 15 a 24 años de edad, después de accidentes y homicidio.
Tomo prestado el título de este artículo de una obra de Alejandro Casona, puesta por primera vez en escena en 1937. Ello se debe a que suele hablarse de los jóvenes como de personas que están “en la flor de la edad”, así como también suele asociarse la primavera con los estadios primeros de la vida.
En la obra de Casona los personajes, alojados en “El Hogar del suicida”, van postergando cotidianamente el acto de poner fin a sus días. Un caso similar nos ofrece la literatura a través de la novela El abuelo, de Benito Pérez Galdós: Pío Coronado, harto de su situación doméstica, considera el suicidio como salida a todos sus males, pero halla sin embargo a cada instante razones para posponerlo. Porque hay en el hombre una tendencia hacia la vida, la autorrealización y el crecimiento. ¿Cómo se explica, pues, el suicidio, particularmente entre los jóvenes?
Al parecer, hay dos aspectos involucrados: uno relacionado con algún tipo de enfermedad, como la esquizofrenia, y otro asociado a la depresión, a menudo desencadenada por la pérdida de un ser querido, por un cambio de colegio o barrio, por el sentimiento de ser poco valorado en el seno de la familia, por el exceso de presión que ejercen padres u otras figuras de autoridad para que el joven obtenga resultados que no se siente en capacidad de alcanzar… Los temas del abuso de autoridad y el acoso escolar (bullying) merecen capítulo aparte.
Cuesta asimilar la idea, aunque sea evidente, pero los jóvenes sufren y, además, son vulnerables debido a su concepción temporal de la vida : no pueden percibir su infelicidad como el resultado de una situación puntual y transitoria, sino que tienen la impresión de que es la vida misma lo que se ofrece como un tránsito doloroso que puede extenderse por tiempo indeterminado. La muerte surge como alternativa cuando existe la convicción íntima de que no puede haber otro horizonte diferente al que divisamos en ese momento.
Al parecer, hay señales que avisan de que algo anda mal: mencionar el suicidio, o la muerte en general; insinuar que ya no estarán más; expresar sentimientos de desesperanza o culpa; aislarse; empezar a regalar objetos valiosos a hermanos o amigos; manifestar cambios en los hábitos de alimentación o de sueño, y el desinterés hacia actividades que otrora fueran predilectas, pueden alertar en cuanto al malestar que experimenta el joven.
No debe correrse el riesgo de interpretar ciertos comportamientos como una manera de “llamar la atención”, puesto que el joven pudiera efectivamente autolesionarse. Se recomienda preguntarle directamente si se ha planteado el suicidio, en caso de que haga ciertos comentarios en relación a la muerte. Y es necesario el apoyo profesional, que debe mantenerse, aunque manifieste una mejoría, puesto que en estos casos suelen producirse altibajos.
Nunca será excesivo el afecto y la atención que se prodigue a nuestros hijos y alumnos. Y, desde luego, resulta determinante el modelo que ofrezcamos con respecto a la manera de posicionarse frente a los acontecimientos: es importante educar en una actitud positiva que alimente el deseo de crear situaciones gratificantes y que estimule la tolerancia frente a los eventos desagradables, relativizando su importancia. Porque, en definitiva, la palabra antónima de “suicidio” es “esperanza”.
martes, 22 de octubre de 2013
martes, 15 de octubre de 2013
En el Metro
El Universal, 15 de octubre de 2013
Transito, absorta en mis pensamientos, el epicentro vivo, palpitante, de esa urbe inconmensurable en la que habito. Tal vez adormilada todavía, recorro las galerías que descienden, cada vez más profundas, alejándose del edificio del gobierno que se yergue en la superficie, cubriéndolas.
Camino ajena a la naturaleza de la colmena que recorro, con la certeza apenas de que hay un reloj al que vuelvo los ojos diariamente para verificar que voy en hora.
Como en una fila de hormigas, la multitud se desplaza. Contemplo desde la altura los personajillos, empequeñecidos por la distancia, que se suceden uno tras otro, como si se tratara de un ballet concertado.
Paisaje humano, horizonte vivo. Amo sentirme parte de esta muchedumbre anónima, suma de individualidades de fisonomía vaga.
Debe de ser esta vocación de corre-ve-y-dile la que me empuja a regodearme en cada rostro, a buscar una historia en cada uno. Mi madre parafraseaba a André Maurois: "todo hombre que conozco es superior a mí en algún sentido", o lo que es lo mismo: cada persona es un hallazgo.
Y así me empeño día a día en descifrar miradas, en escuchar conversaciones aledañas, compadeciéndome de los viajantes que dormitan, acurrucados, con la cabeza apoyada en el cristal de la ventania, acaso entumecidos por el frío.
La escalera mecánica baja. Al término del trayecto, vislumbro al muchacho. Se ha apostado en el lugar exacto en el que se bifurca el contingente humano que se interna en las entrañas de la ciudad. Está en el punto justo en que la pared impele a decidir, impostergablemente, si girar a la derecha o a la izquierda.
Son apenas las siete. ¿a qué hora ha llegado? Para llegar aquí ¿a qué hora ha salido? Cargar el teclado. Instalarse. Desmontar las razones que le habrán opuesto para quedarse… Suspira, y toda esa rutina se me antoja demasiado pesada para sus, quizá, veinte años.
No me entero de lo que está tocando. Me fijo apenas en la mirada cansada, circundada de sombras, que relumbra tras los mechones que le caen en la frente.
Entre dos interpretaciones se despereza y revela la incomodidad que experimenta su cuerpo embutido en el abrigo guateado, quizá demasiado cálido para la temporada. Debió de vestirlo en la oscuridad, antes de que despuntara la mañana, cuando todavía hacía frío.
Giro a la derecha y lo pierdo de vista. Pero la música me corrobora que sigue estando allí.
Cu-cú… Y me inclino para espiarlo desde el muro que lo separa del andén en que me encuentro. A mi lado, una mujer, enfundada en un abrigo gris, saca una moneda del bolso y ladea tristemente la cabeza, conmovida, no sé si por el chico o por el Claro de luna de Debussy, que se tiende de un lado a otro de los raíles…
Cu-cú…
Me mira y sonríe. Entre dos acordes, alcanza a levantar la mano y recoger de sus labios un beso que se desprende de sus dedos y me alcanza, ya a bordo del vagón, un segundo exacto antes de que se cierren las puertas y de que el tren me arrastre consigo, en su vertiginoso deambular, hacia la oscuridad y hacia la vida.
Transito, absorta en mis pensamientos, el epicentro vivo, palpitante, de esa urbe inconmensurable en la que habito. Tal vez adormilada todavía, recorro las galerías que descienden, cada vez más profundas, alejándose del edificio del gobierno que se yergue en la superficie, cubriéndolas.
Camino ajena a la naturaleza de la colmena que recorro, con la certeza apenas de que hay un reloj al que vuelvo los ojos diariamente para verificar que voy en hora.
Como en una fila de hormigas, la multitud se desplaza. Contemplo desde la altura los personajillos, empequeñecidos por la distancia, que se suceden uno tras otro, como si se tratara de un ballet concertado.
Paisaje humano, horizonte vivo. Amo sentirme parte de esta muchedumbre anónima, suma de individualidades de fisonomía vaga.
Debe de ser esta vocación de corre-ve-y-dile la que me empuja a regodearme en cada rostro, a buscar una historia en cada uno. Mi madre parafraseaba a André Maurois: "todo hombre que conozco es superior a mí en algún sentido", o lo que es lo mismo: cada persona es un hallazgo.
Y así me empeño día a día en descifrar miradas, en escuchar conversaciones aledañas, compadeciéndome de los viajantes que dormitan, acurrucados, con la cabeza apoyada en el cristal de la ventania, acaso entumecidos por el frío.
Son apenas las siete. ¿a qué hora ha llegado? Para llegar aquí ¿a qué hora ha salido? Cargar el teclado. Instalarse. Desmontar las razones que le habrán opuesto para quedarse… Suspira, y toda esa rutina se me antoja demasiado pesada para sus, quizá, veinte años.
No me entero de lo que está tocando. Me fijo apenas en la mirada cansada, circundada de sombras, que relumbra tras los mechones que le caen en la frente.
Entre dos interpretaciones se despereza y revela la incomodidad que experimenta su cuerpo embutido en el abrigo guateado, quizá demasiado cálido para la temporada. Debió de vestirlo en la oscuridad, antes de que despuntara la mañana, cuando todavía hacía frío.
Giro a la derecha y lo pierdo de vista. Pero la música me corrobora que sigue estando allí.
Cu-cú…
Me mira y sonríe. Entre dos acordes, alcanza a levantar la mano y recoger de sus labios un beso que se desprende de sus dedos y me alcanza, ya a bordo del vagón, un segundo exacto antes de que se cierren las puertas y de que el tren me arrastre consigo, en su vertiginoso deambular, hacia la oscuridad y hacia la vida.
martes, 1 de octubre de 2013
César Yacsirk y El negrito del batey
El Universal, 1 de octubre de 2013
Aunque dio a conocer temas tan entrañables como Aunque me cueste la vida y Todo me gusta de ti, Alberto Beltrán ha pasado a la historia como El negrito del batey. Nacido en Santo Domingo en 1923, en el seno de una familia humilde, su participación en un concurso de radio le abriría las puertas al estrellato. A partir de entonces viviría sucesivamente en Puerto Rico, Cuba y Venezuela, hasta fallecer en Miami, el 2 de febrero de 1997.
El negrito del batey es un merengue contagioso, cuyo contenido no solo resulta divertido, sino que compendia la visión popular que existe acerca del trabajo: “A mí me llaman el negrito del batey / porque el trabajo para mí es un enemigo / el trabajar yo se lo dejo todo al buey / porque el trabajo lo hizo Dios como castigo...”
Traigo esta pieza a colación porque en días pasados tuve ocasión de ver, en video, fragmentos de un taller realizado en Venamcham por el Vicepresidente de la Asociación Venezolana de Psicología Positiva, César Yacsirk. En el taller, el psicólogo reflexionaba acerca de las de cargas añadidas que hemos permitido que se desplomen sobre la actividad laboral.
En primer lugar, señalaba el psicólogo cómo, según la tradición judeo-cristiana, el trabajo había sido el castigo impuesto por Dios a Adán y Eva cuando los expulsó del paraíso. Subrayaba la frecuencia con que se dice que “alguien está pasando trabajo” para aludir al malestar que experimenta frente a alguna situación, y cómo el proceso previo a dar a luz suele denominarse “trabajo de parto”. Es fácil constatar en nuestras verbalizaciones cómo la idea de trabajo está vinculada a las sensaciones de malestar, obligación y agobio.
También hacía notar Yacsirk como transferimos hacia el trabajo otras sensaciones que no le son propias: rechazamos la incomodidad de los desplazamientos, el hecho de tener que madrugar, la subordinación frente a un jefe abusivo… Pero esa sensación de rechazo no va dirigida hacia la actividad que desempeñamos, sino hacia las circunstancias que la rodean.
Es interesante comprobar la mala reputación que rodea al trabajo, cuando puede y debe ser una fuente de satisfacción, más aún si se considera el tiempo que dedicamos a ello a lo largo de toda nuestra vida.
La Psicología Positiva procura, precisamente, identificar los factores que inciden en el bienestar de las personas. Desplazar la atención desde el “poseer”, hacia el “hacer” es una de las apuestas de esta tendencia, a la vista de los resultados de las investigaciones efectuadas.
No hacer nada, resultaría aburridísimo. ¿Por qué tantas personas sueñan con ganar la lotería para poder dejar de trabajar? En realidad lo que desean no es dejar de trabajar, sino poder dedicarse a lo que verdaderamente disfrutan. La selección de la actividad laboral es determinante para la felicidad de la persona.
Por qué hacemos lo que hacemos, cómo queremos hacerlo, qué disfrutamos, en qué nos sentimos exitosos, son algunas de las preguntas que deberíamos plantearnos en torno a lo que realizamos. Pero, sobre todo, resulta fundamental saber para qué lo hacemos, porque uno de los elementos que influyen más decisivamente en el desempeño laboral, tanto a nivel de satisfacción personal, como a nivel de productividad, es la comprensión del sentido que entraña lo que estamos haciendo. No podría estar mejor expresado que en palabras de este especialista, avalado ya por su trayectoria y conocido internacionalmente: “No podemos esperar que una persona tenga un desempeño excelente en su trabajo si solamente centra su atención en la tarea y no en el significado de lo que hace. Esa es la diferencia entre dos albañiles: uno que junta ladrillos y otro que construye catedrales”.
El negrito del batey es un merengue contagioso, cuyo contenido no solo resulta divertido, sino que compendia la visión popular que existe acerca del trabajo: “A mí me llaman el negrito del batey / porque el trabajo para mí es un enemigo / el trabajar yo se lo dejo todo al buey / porque el trabajo lo hizo Dios como castigo...”
En primer lugar, señalaba el psicólogo cómo, según la tradición judeo-cristiana, el trabajo había sido el castigo impuesto por Dios a Adán y Eva cuando los expulsó del paraíso. Subrayaba la frecuencia con que se dice que “alguien está pasando trabajo” para aludir al malestar que experimenta frente a alguna situación, y cómo el proceso previo a dar a luz suele denominarse “trabajo de parto”. Es fácil constatar en nuestras verbalizaciones cómo la idea de trabajo está vinculada a las sensaciones de malestar, obligación y agobio.
También hacía notar Yacsirk como transferimos hacia el trabajo otras sensaciones que no le son propias: rechazamos la incomodidad de los desplazamientos, el hecho de tener que madrugar, la subordinación frente a un jefe abusivo… Pero esa sensación de rechazo no va dirigida hacia la actividad que desempeñamos, sino hacia las circunstancias que la rodean.
Junto a Matin Seligman, fundador de la Psicología Positiva |
La Psicología Positiva procura, precisamente, identificar los factores que inciden en el bienestar de las personas. Desplazar la atención desde el “poseer”, hacia el “hacer” es una de las apuestas de esta tendencia, a la vista de los resultados de las investigaciones efectuadas.
No hacer nada, resultaría aburridísimo. ¿Por qué tantas personas sueñan con ganar la lotería para poder dejar de trabajar? En realidad lo que desean no es dejar de trabajar, sino poder dedicarse a lo que verdaderamente disfrutan. La selección de la actividad laboral es determinante para la felicidad de la persona.
Por qué hacemos lo que hacemos, cómo queremos hacerlo, qué disfrutamos, en qué nos sentimos exitosos, son algunas de las preguntas que deberíamos plantearnos en torno a lo que realizamos. Pero, sobre todo, resulta fundamental saber para qué lo hacemos, porque uno de los elementos que influyen más decisivamente en el desempeño laboral, tanto a nivel de satisfacción personal, como a nivel de productividad, es la comprensión del sentido que entraña lo que estamos haciendo. No podría estar mejor expresado que en palabras de este especialista, avalado ya por su trayectoria y conocido internacionalmente: “No podemos esperar que una persona tenga un desempeño excelente en su trabajo si solamente centra su atención en la tarea y no en el significado de lo que hace. Esa es la diferencia entre dos albañiles: uno que junta ladrillos y otro que construye catedrales”.
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