“Si sigues haciendo lo mismo, vas a obtener los mismos resultados” sentenció María Teresa, mirándome por encima de la taza de café mientras parafraseaba a Einstein. Y esa imagen del gesto que se repite una y otra vez me remitió a lo que considero una pequeña joya de la literatura: La Paloma, del escritor bávaro Patrick Süskind, quien se diera a conocer principalmente a través de su libro “El perfume”, posteriormente llevado al cine.
La paloma, que no sabría si definir como un cuento largo o una novela corta, se desarrolla a lo largo de las 24 horas que conforman un día cualquiera en la vida de Jonathan Noel, un vigilante de banco. El protagonista, atrincherado en la monolítica seguridad de su rutina, se mueve según un cuidadoso plan pre-establecido en el que no hay cabida para la espontaneidad o la improvisación, hasta que un incidente sorpresivo viene a romper con la cómoda familiaridad de la cadena de acciones que emprende cada mañana: cuando se dispone a salir, descubre un inesperado visitante que se ha apostado frente a su puerta. Una paloma, un animal que se le antoja un bicho repugnante, le obstruye el paso.
La necesidad de encontrar una salida alternativa para no tener que atravesar por el umbral en el que está situada la paloma constituye apenas el primero de los trastornos que experimentará Noel durante una jornada llena de problemas por solucionar, pero que desembocará en la satisfacción de comprobarse capaz de resolver cualquier imprevisto, devolviendo a su vida cierta dosis de frescura.
La rutina constituye una fortaleza dentro de la que permanece protegido. Las situaciones que pueden presentarse son más o menos las mismas y ya están previstas las correspondientes soluciones. Noel se mantiene a salvo de los sobresaltos viviendo el mismo día una y otra vez, de la misma manera que el hámster recorre incansablemente los mismos treinta centímetros de la circunferencia de su rueda sin progresar hacia ningún lado. Es lo que llaman “permanecer en la zona de confort”.
Pero esta cómoda seguridad tiene su precio: supone renunciar a la satisfacción que comporta el éxito, la emoción del riesgo, el placer de la creación, la innovación, la autorrealización y el crecimiento personal. Y supone permanecer encarcelado en una realidad sin esperanzas de cambio.
Si bien es cierto que hay golpes de suerte que pueden imprimir un viraje a nuestras vidas, también es cierto que estos son más bien poco frecuentes. En vez de confiar al álea la evolución de las cosas, es más efectivo (y estimulante) responsabilizarnos por esos cambios, en la certeza de que ocurrirán porque estamos poniendo los medios para que así sea.
Comprender que en toda experiencia hay implícita una ganancia puede contribuir a moderar la ansiedad de exponerse a un “fracaso”: cuando se alcanza el objetivo, se experimenta la satisfacción del logro, y cuando no, simplemente se desecha una de las posibles vías de acción para llegar a la meta. Thomas Alva Edison lo explicaría muy bien al referirse a sus ensayos fallidos antes de lograr una bombilla que funcionara: no había fallado 999 veces, sino que había descubierto 999 formas de no hacer una bombilla.
María Teresa Almarza tiene una formación amplísima que podría avalar cualquier cosa que dijera: es experta en comunicaciones estratégicas, y además de haber sido directora de asuntos públicos y comunicaciones de Coca-Cola, se desempeñó como presidenta de la Asociación Nacional de Anunciantes de Venezuela, Vice-presidenta por América Latina en la Federación Mundial de Anunciantes y miembro fundador de la Asociación Civil Infantil Ronald McDonald. Pero la seguridad de su aseveración no provenía de su ya dilatada trayectoria profesional, sino del sentido común y de la experiencia humana tras muchos años de batalla. Ella apuesta por el cambio y el crecimiento. Por la esperanza.
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