martes, 13 de enero de 2015

Defenderse o atacar

El Universal, 13 de enero de 2015


Me he quedado cavilando tras la masacre que tuvo lugar en París en días pasados.

La indignación común, así como la cobertura que se dio al suceso, con un impresionante despliegue massmediático, giraban en torno a ciertas premisas, absolutamente indiscutibles: la injustificable violencia ejercida contra personas indefensas; la vulneración que un acto de esta naturaleza supone contra la libertad de expresión; la desproporción entre el agravio inflingido y la reacción suscitada. De paso, siempre queda en evidencia cuán a merced estamos, como grupo, de cualquiera que decida emprender una acción terrorista.

El clamor colectivo no se hizo esperar, y con razón, dada la gravedad de los hechos. Sin embargo, y no en referencia exclusivamente a los últimos sucesos, sino en términos generales, no pude menos que pensar acerca de algunas cosas, quizá por mi condición de inmigrante en un país que, por cierto, me ha abierto los brazos y me ha concedido infinitas oportunidades.

Mi primera reflexión gira en torno a la libertad de expresión y creo que no está exenta de matices éticos. Para mí es un principio incuestionable: yo trabajo en un medio de comunicación. Pero creo que la libertad de expresión, bien entendida, supone mi derecho a expresar mis pensamientos, a promover y defender mis ideas, no a ridiculizar, vituperar o descalificar las ideas de otros. Esto no es un principio periodístico, ni político, ni legal: es un principio de honestidad y calidad humana. Yo no creo que nadie tenga derecho a señalar a alguien o mirarlo por arriba del hombro. Por otra parte, la libertad de expresión debería implicar, cuando se cuestionan los supuestos puntos débiles del adversario, el derecho a réplica, lo cual a su vez requiere tener acceso a los medios de comunicación. Sin ello, no hay igualdad posible.

Insisto: no justifico en absoluto el horror de lo acontecido, pero me parece que el asombro ante estas
reacciones equivale al desconcierto que sobreviene cuando, tras azuzar a una fiera, nos sorprende que esta nos ataque.
Exigimos para nosotros un respeto que muchas veces no somos capaces de conceder a otros…

Mi segunda reflexión gira en torno a los mecanismos que perpetúan ciertos clichés, ciertos estereotipos. Etiquetar a las personas en función de raza, credo o condición social es sin duda levantar muros, crear barreras que no contribuyen para nada a lo que es una aspiración loable: una adecuada inserción social de cuantos advienen a un medio procedentes de otro. Es difícil que las personas estén bien avenidas con su entorno cuando son hostigadas o discriminadas.

Si bien es cierto que nadie tiene por qué tolerar que vengan a la propia casa a sembrar el caos, también es verdad que los fenómenos de globalización y la migración son un hecho en estos tiempos, y que la tolerancia resulta indispensable para hacer posible la convivencia.

Este es un fenómeno que con frecuencia los venezolanos experimentarán en su propia piel en estos tiempos, cuando sean clasificados como “sudacas” o “latinos”, con los consiguientes prejuicios adheridos al concepto. Me ha explicado mi hija que esto se llama “esencialismo”: pensar que un colectivo posee unas características determinadas por su esencia o su naturaleza, por ejemplo que todos los islamistas son radicales, todas las mujeres son sensibles, todos los hombres no muestran sus sentimientos; todas las mujeres tienen instinto maternal, todos los veganos son intransigentes….

Me llevó algún tiempo comprender que defenderse no es lo mismo que atacar: defenderse es impedir que te hagan daño; atacar es ocasionar un daño a otro. Quizá habría que tener en cuenta el impacto que puede tener la educación, aquella informal, masiva, cotidiana, implícita en los medios de comunicación como estrategia para impedir que fragüen ciertos preconceptos en la cabezas de la gente, y para erradicar (defendiéndose) aquellos comportamientos que nos parezcan menos adecuados . De lo contrario, la crítica podría representar un ataque, y nos tocará atenernos aquello que con tanta razón aseveraba mi abuela: el que siembra vientos, cosechas tempestades.