lunes, 27 de julio de 2015

Ifigenia: culpa y escrúpulos

El Universal, 27 de julo de 2015

En 1924 vio la luz Ifigenia, de Teresa de la Parra, escritora cuya carrera se iniciaría, por cierto, con la publicación de dos de sus primeros cuentos en las páginas de El Universal: Un evangelio indio: Buda y la leprosa y Flor de loto: una leyenda japonesa, ambos firmados con el pseudónimo Frufrú.

Ifigenia presentaba el contraste entre la modernidad de las urbes europeas y los convencionalismos y tradiciones que caracterizaban a la sociedad latinoamericana de la época. Estos polos de conflicto se ven representados en la obra, respectivamente, por María Eugenia Alonso, una joven educada en Biarritz que arriba a Caracas tras una intensa temporada en París, y por la tía Clara y la Abuelita, con las que la protagonista sostendría incontables discusiones.

Si bien el espíritu libertario de María Eugenia se manifiesta más en aspectos relacionados con su apariencia, como el cabello cortado a la garçonne, que en otros asuntos esenciales, como su independencia económica, en su pecho bulle el deseo de vivir nuevas experiencias. Sin embargo, el estilo familiar tradicional irá engulléndola progresivamente, sofocando su espíritu independiente y ocasionando un cambio de hábitos que ha de facilitar su progresiva adaptación a la sociedad caraqueña.

Finalmente, cuando se le presenta la oportunidad de huir a Europa con su amado Gabriel Olmedo, la joven opta por renunciar a sus propios deseos antes que exponer a su familia al escándalo que hubiera desencadenado su fuga con un hombre casado. María Eugenia se ofrece a sí misma como víctima para preservar la tranquilidad de los suyos.

De allí proviene el título de la novela, que nos remite al personaje mitológico: Ifigenia, hija de Agamenón y Clitemnestra, quien acepta ser ofrecida en sacrificio a la diosa Artemisa a fin de obtener vientos favorables que permitieran a la flota griega partir hacia Troya, viaje dirigido a vengar el rapto de la mítica Helena.
Agamenón se debate entre el amor que siente por Ifigenia y su situación de cara al ejército griego: salvar a su hija supondría poner en riesgo la misión y la vida de sus miembros; la injusticia que se comete contra Ifigenia, sin embargo, es flagrante. Se trata, en suma, del cruel dilema de optar por proteger a unos o a otra.

Charles de La Fosse: el sacrificio de ifigenia
Ifigenia acepta ser inmolada para defender a otros. Al final, no fallece: Artemisa se compadece de ella y la traslada a Táuride, en donde vive como sacerdotisa hasta que se ve rescatada por su hermano Orestes. Sin embargo, cabe preguntarse cuáles serían los sentimientos que embargarían a Agamenón el resto de su vida. Su existencia acabó trágicamente, a manos de su esposa adúltera, por motivos en los que Esquilo, Eurípides, Sófocles y Píndaro difieren. Lo que sí está claro es que debió de vivir atormentado por la culpa hasta el final de sus días.

En las antípodas de la víctima, está el victimario. Si por un lado la víctima suele tener la capacidad de sobrevivir al daño que le es infligido y de elaborar emocionalmente su sufrimiento, el victimario se enfrenta, por su parte, al mayor o menor malestar que le genera el haber causado un daño, según las circunstancias lo hayan constreñido más o menos a actuar. Tal es la naturaleza de la culpa: el remordimiento por un acto que el protagonista valora negativamente, una emoción cuyo único sentido es el de conducir a reparar el mal ocasionado o el de contener la acción lesiva para otros en el futuro.

Más útiles pueden resultar la prudencia, la responsabilidad, los escrúpulos, el anticiparse a una situación y actuar –o contenerse- antes de que terceros puedan resultar perjudicados, pues, según afirma el popular refrán colombiano: “después de ojo fuera, no vale Santa Lucía”.

lunes, 20 de julio de 2015

Poética Ingesta

El Universal, 20 de julio de 2015

La vida de Lena Yau gira permanentemente en torno a la literatura. Periodista de formación, colabora regularmente con medios venezolanos y extranjeros, y funge como asesor de diferentes proyectos editoriales. Su trabajo, además, gravita en torno a la comida, de modo tal que, tan pronto hace referencia a una receta de cocina, como se adentra en las connotaciones metafísicas que reviste el hecho de que el cacao crezca a la sombra de otros árboles. Su prosa fluctúa entre la sensualidad que entrañan los aromas, las texturas y los sabores asociados al aparentemente prosaico acto de la ingesta, y la anécdota contemplada -no podía ser de otro modo- desde la perspectiva de una mesa en la que Saramago y Sabato son, apenas, “dos eses en las esquinas del mantel”.

Conocida es su participación en “El sabor de la eñe”, el proyecto del Instituto Cervantes que indaga simultáneamente en las cocinas físicas, materiales, y en las cocinas referenciadas, aquellas que plenan las páginas escritas en esta lengua compartida nuestra, a una y otra orilla del Atlántico.

Pero esta vez Lena se presenta bajo otra luz, y su mirada, en lugar de volverse hacia el trabajo de otros, ya para sustentarlo, ya para desgajarlo de modo que pueda paladearse más intensamente, se vuelve hacia sí misma en una suerte de ejercicio introspectivo, que le conduce a hilar sensaciones, recuerdos y emociones, todo ello en clave gastronómica.

Tal es el origen de Hormigas en la lengua, la novela, publicada en Nueva York por Sudaquia Editores, que ha venido a presentar a su Caracas natal, después de estar ausente por casi diez años.

No se trata de un plato homogéneo y de textura veluté: es más bien el resultado de mezclar disímiles ingredientes, cada uno de los cuales aporta su particular gusto a la sazón de la obra, “un collage literario compuesto por cartas, poemas, narraciones quebradas y anécdotas familiares”, tal como lo define la casa editorial. En ese collage, los personajes, tanto los que se quedan en Venezuela como los que se van, “se aferran a los sabores y a la memoria de los sabores para no perder el habla y para no perder la tierra”, pues sabores y palabras transitan por la lengua como si de hormigas se tratase, preservando la identidad y salvaguardando la esencia.

Pero, por añadidura, en el acto que tuvo lugar el pasado jueves en la librería Lugar Común, Lena dio a conocer Trae tu espalda para hacer mi mesa, un conjunto de cincuenta poemas publicados por la Editorial Gravitaciones. Las noventa páginas que conforman el poemario están organizadas en lo que la escritora ha dado en llamar cuadernos, núcleos en torno a los cuales se desarrolla uno o más poemas, bien en razón de su temática, bien en razón de su origen. Así, por ejemplo, hay un cuaderno llamado “Los cuentos de jelly beans”, en el que cada uno de los sabores de estos dulces sirve de inspiración para una historia que se transforma en poesía. 

Arcimboldo en el espejo y Relecturas son otros de los ejes alrededor de los cuales se articulan los versos de Lena Yau, algunos de los cuales dedica al desaparecido Adriano González León: Entre langostas y vodka.

Lena subraya el hecho de que la mayor parte de nuestra vida transcurre entrelazada al acto del yantar, regida por nuestros apetitos. Por ello, en las primeras páginas de su libro puede leerse: “Antes del verbo/ y de la carne/ fue el hambre”. Y en las últimas: “Amar es comer. Comer lo que come el otro. Comer al otro. El amor está en el plato. Y también la guerra, cuando llega. Amor y odio comparten escenario. Boca, lengua, palabra, plato, mesa, cama”. Porque, en suma, lo vital, aquello esencialmente humano, pasa por recorrer tan sensual itinerario.

lunes, 13 de julio de 2015

"McCourt: como el Fénix"

El Universal, 13 de julio de 2015

Incombustible: un adjetivo que me ha sido aplicado muchas veces. Sin embargo, esta palabra entraña rastros de inmutabilidad y, por ende, de pobreza, siendo el cambio, como es, indicador de evolución, cualquiera que sea el sentido.

A veces es mejor arder en la llama, fundirse en el crisol, dejar que las circunstancias ejerzan su influjo transformador y salir de cada incendio redivivo, igual que el Fénix, el ave mítica que se consumía por acción del fuego cada quinientos años para resurgir más tarde de sus cenizas. Tal es la cualidad de la resiliencia, la capacidad para sobreponerse a la adversidad.

Sin embargo, a veces no es preciso esperar a que las circunstancias nos opongan resistencia para cambiar. A veces se trata apenas de la voluntad de elegir un camino, o de aprovechar las condiciones favorables que nos ofrece el contexto para acometer un nuevo proyecto.

En días pasados me resultó conmovedor escuchar la grabación de una entrevista con el desaparecido Frank McCourt, autor de Las cenizas de Ángela, libro de memorias que le valiera el Premio Pulitzer en 1997.

Por una parte, el libro describe las penosas condiciones en las que transcurrió la niñez y la adolescencia del escritor, un estadounidense de origen irlandés; por otra, resulta sorprendente el vuelco que da la vida de McCourt cuando encuentra inesperadamente el éxito y la fama al jubilarse, tras una larga carrera como docente: “durante los treinta años que pasé enseñando en las escuelas secundarias de Nueva York nadie, salvo mis estudiantes, me prestaba un ápice de atención. En el mundo exterior a la escuela yo era invisible. Entonces, escribí un libro acerca de mi niñez y me convertí en la sensación del momento”. En otro punto de la entrevista señala: “Mi primer libro, Las cenizas de Ángela, fue publicado en 1996, cuando yo tenía 66 años; el segundo, Tis, en 1999, cuando tenía 69. A esa edad era un milagro que yo pudiera levantar la pluma”.

El caso de este escritor ilustra tanto el valor de aguardar con paciencia a que amaine la tormenta, como de aprovechar los vientos favorables para navegar. ¿Quién hubiera podido anticipar que aquel niño enfermizo, crecido en un hogar que se erigía sobre la mendicidad, podría tan siquiera llegar a ser profesor en los Estados Unidos y, menos aún, ganador del Pulitzer?

Muchas son las cualidades a resaltar en esta historia: el trabajo continuado, la perseverancia y la confianza en que el futuro traerá consigo algo mejor. No la confianza ingenua que cede el control de los acontecimientos al azar, sino una confianza que se alienta en razón de las acciones que emprendemos, con miras a obtener resultados específicos.

Frank McCourt encarna el esfuerzo volitivo por hacer de cada momento el mejor momento posible. Cuando acometió la escritura de Las cenizas de Ángela no se planteaba ser famoso: esperaba explicar la historia familiar a sus hijos y nietos, que se vendiera un centenar de ejemplares del libro y que lo invitaran a las reuniones de algún club de lectura. En primera instancia, McCourt optó por emprender una actividad que le resultaba gratificante, a la que siempre había querido dedicarse. Todo lo demás llegó por añadidura.

No se debe menospreciar la posibilidad de elegir, ante una misma circunstancia, la actitud más productiva posible, material y emocionalmente. Podemos permanecer como el perro que se persigue inútilmente a sí mismo con la esperanza de morderse la cola, repitiendo siempre el mismo gesto, o podemos optar por construir aquello que deseamos. No en vano decía Bécquer: “fingiendo realidades, con sombra vana, delante del Deseo, va la Esperanza. Y sus mentiras, como el Fénix, renacen de sus cenizas”

lunes, 6 de julio de 2015

¿Libros muertos?

El Universal, 6 de julio de 2015

Cuando en 2012 la Academia confirió el Oscar a Los fantásticos libros voladores del Señor Morris Lessmore como mejor cortometraje animado, el director y escritor de la historia, William Joyce, fue entrevistado .

En el corto, mudo, el señor Lessmore se ve arrebatado por un huracán mientras escribe, al más puro estilo de Dorothy en El Mago de Oz. Acaba en un erial en donde las letras flotan desordenadas, como las propias historias, tras haberse desprendido de los textos, cuyas páginas se ofrecen ahora en blanco. El hombre contempla, asombrado, cómo sobre su cabeza pasa volando una mujer suspendida por una bandada de libros, uno de los cuales conduce a Lessmore hasta el lugar en donde habrá de transcurrir el resto de sus días: una biblioteca. A partir de entonces,el hombre contribuye a transformar la vida de quienes le rodean mediante las obras allí almacenadas, lo que se expresa en que los personajes, hasta entonces en blanco y negro, van cobrando color.

William Joyce explicó que el corto constituía una metáfora de un episodio real del que había sido testigo: tras el huracán Katrina, que asoló Nueva Orleans en 2005, las calles quedaron llenas de libros que habían sido arrancados de casas y bibliotecas. En paralelo, casi cinco millones de volúmenes donados a los refugios se transformaron en el reducto a través del cual muchas personas que habían perdido todo, incluso su privacidad, habían podido evadirse de la trágica realidad.

El poder de los libros es incuestionable: no en vano han sido quemados y censurados a través de la historia con la intención de contener infinidad de cambios, impidiendo que su semilla fecundara las conciencias y engendrara pensamientos indeseables. Quizá por eso me llamó la atención encontrar en un periódico catalán un artículo que se refería a las tres muertes por las que atraviesan los libros.

Bohumil Hrabal
En realidad, el artículo versaba sobre la suerte que corren los libros que no son vendidos, cuyo destino último termina por ser la pasta de papel que se emplea para fabricar, por ejemplo, los recipientes de cartón parafinado en que se envasa la leche. Tal es también el argumento de Una soledad demasiado ruidosa, del escritor checo Bohumil Hrabal, una obra que, en su brevedad, destaca por la intensidad de las emociones que contiene, por la riqueza de estímulos con que bombardea al lector, por los torrentes de realidad con que lo abruma: “De hecho, los que trabajan con papel viejo no son humanos, de la misma manera que tampoco lo es el cielo, yo ya sé que alguien lo tiene que hacer, pero en el fondo mi trabajo se reduce a una matanza de inocentes, tal como la pintó Pieter Brueghel, la semana pasada envolví todas las balas con la reproducción de ese cuadro, hoy, en cambio, me iluminaba el amarillo y el dorado de los Girasoles de Van Gogh, de sus círculos y sus puntos, y este resplandor acrecentaba mi sentido de lo trágico”

Pero ¿cómo puede pensarse que un libro, un conjunto de ideas, de pensamientos transcritos a palabras, pueda morir? Un libro no es una sucesión de hojas de papel encuadernadas: hay que distinguir el contenido del continente. Acaso el papel se pueda ver mancillado; acaso una historia pueda verse confinada al olvido; pero morir, no muere.

En el cortometraje de Joyce, un libro agoniza. Lessmore lo rescata de la muerte mediante la lectura de sus páginas. Es la reacción que se produce cuando entran en contacto el libro y el lector lo que confiere este mágico poder a la palabra, y hace de ella cosa viva. Mientras tanto, el contenido permanece allí, latente, preservado amorosamente en el papel, a la espera de que se produzca, una vez más, la síntesis transformadora que ocurre en la lectura.