martes, 30 de diciembre de 2014

Sagrario Fernández-Prieto y las palabras


El Universal, 30 de diciembre de 2014


En lo personal, cada vez me resulta más difícil discriminar los límites entre la educación y la comunicación. Supongo que todo acto de comunicación lleva implícito un acto educativo, deliberadamente o no. Este ha sido uno de los más frecuentes quebraderos de cabeza para padres y docentes, quienes contemplaban consternados cómo de la mano con los más aparentemente ingenuos contenidos se deslizaban inadvertidamente valores destinados a instaurarse en la cabeza de los más pequeños. Del mismo modo ha sido una de las herramientas que mayores réditos ha proporcionado a comerciantes y políticos.

Como quiera que sea, el poder educativo de los medios de comunicación nunca debe ser subestimado. El informe Delors (“La educación encierra un tesoro”, 1989) ya subrayaba la necesidad de sintonizarse con el concepto de “sociedad educativa”, en la que todo puede ser ocasión para aprender: una solución eficaz para enfrentar la necesidad de seguir formándose de por vida, tanto en lo relativo a la actualización profesional de cara a la rápida obsolescencia de conocimientos, como en lo relativo a efectuar nuevos aprendizajes.

Por ello resulta invalorable cuando, tras la producción de un programa, se oculta una mano experta como la de Sagrario Fernández-Prieto, en quien se conjuga una sólida formación académica, una decidida vocación andragógica y un importante caudal de experiencia. Todo ello sumado a su simpatía y (no es posible obviarlo) a su belleza, ha propiciado que el programa “Palabras al aire” haya despertado el interés y el seguimiento asiduo del público español en las diversas versiones por las que ha atravesado en radio y televisión, desembocando inclusive en un libro homónimo en junio del 2013, publicado por la editorial Martínez Roca. De hecho, es el propio público quien remite muchos de los casos que Sagrario analiza.


En “Palabras al aire”, cuyos podcasts están disponibles en internet (también puede seguirse el programa en vivo a través de este medio) Sagrario cita los diversos errores que suelen aparecer en los medios de comunicación y explica por qué ciertas expresiones son inadecuadas. Del mismo modo deja claro cuál es el sentido correcto de algunos términos y diserta sobre los vocablos que van introduciéndose en el habla cotidiana. Es así como, de forma amena, esta filóloga nos aproxima a la esencia misma de nuestro idioma.

Acometer esta tarea no admite un ápice de improvisación. Sagrario Fernández Prieto se ha curtido en las lides de la educación de adultos, tanto como redactora de libros de texto publicados por importantes editoriales, como en funciones docentes.

Pero su verdadera pasión es la literatura, que ella considera esencial: “A los 8 o 10 años leía a escondidas los libros prohibidos del despacho de mi padre: los naturalistas franceses, las grandes novelas rusas... Y desde entonces, si me preguntaran qué he hecho en la vida, diría que leer, leer y leer. Y hablar de un libro en la radio y emocionar a alguien que me esté escuchando me sigue pareciendo el mayor de los regalos. Porque leer nos hace mejores, amplía nuestro mundo, intensifica la vida y nos hermana a los otros, los que se convierten en cómplices amigos cuando han leído el mismo libro que nosotros”. Porque, además de “Palabras al aire”, Sagrario siempre ha mantenido en diferentes programas de radio y televisión una sección de recomendaciones acerca de narrativa para diversos tipos de público. Así mismo, ha impartido cursos y conferencias sobre Literatura y Animación a la Lectura y ha participado como conferenciante en los Cursos de Verano para Profesores Norteamericanos de la Universidad Complutense.


Sus textos se han publicado en revistas y diarios españoles tan importantes como “Delibros”, “Época”, “El Mundo” y “La Razón”, en donde sus críticas literarias aparecen regularmente. Pero sin duda, su principal aporte es el que gira en torno al uso del español en los medios de comunicación, un tema al que su nombre quedará permanentemente vinculado.

Esta mujer brillante, amable y dotada de un extraordinario sentido del humor, demuestra cómo es posible mirar de otro modo nuestro entorno, descubrir las trampas del lenguaje en las que caemos y hacernos con nuevos conocimientos sin incurrir en excesivas fatigas, adentrándonos cada vez más en los entresijos de nuestra más importante herramienta de comunicación: nuestro idioma.

martes, 23 de diciembre de 2014

Depre navideña

El Universal, 23 de diciembre de 2014


Suele decirse que la desilusión es el resultado de las expectativas frustradas.

Sería importante mantener esto en mente de cara a las fiestas que se avecinan.¿Por qué, tan frecuentemente, en lugar de vernos embargados por un ánimo celebrativo en esta temporada, nos sentimos melancólicos, irritables o desconcertados?

De entrada, las fechas que se repiten periódicamente son peligrosas en cuanto se prestan a hacer temibles comparaciones: los que estuvieron y ya no están; lo que tuvimos y ya no tenemos; los logros que esperábamos y no se dieron; el contraste de nuestra vida real con respecto al modelo ideal de Navidad que se nos impone culturalmente, a saber: fiestas, decoración, impresionantes atuendos, regalos….

Las emociones a flor de piel, además, incrementan la posibilidad de discutir, lo cual redunda en que nos sintamos todavía peor. De hecho, cierto portal de internet especializado señalaba cómo el número de divorcios aumenta un 30% tras las fiestas.

Quizá algunas ideas deberían sostenernos durante el tránsito por el mes de diciembre. La primera de ellas es que no estamos obligados a sentirnos felices. No pasa nada por no estar exultantes: de hecho, lo sano y razonable es que nuestras emociones respondan a nuestra realidad inmediata. Si, por ejemplo, estamos lejos de nuestros familiares, situación cada vez más frecuente en nuestro país, es normal que los extrañemos. Sin embargo, ello no tiene por qué impedir que disfrutemos de otras cosas. Parece que nos sintiéramos inadecuados y culpables si nuestro estado de ánimo no responde a la euforia aparentemente indispensable durante la temporada navideña.

Otro punto a tomar en cuenta es el de que los expertos en Psicología Positiva enfatizan que gran parte

del bienestar se enraíza en las experiencias gratificantes, no en la posesión de bienes materiales. Las vacaciones escolares y los días de asueto para los adultos pueden ser ocasión para efectuar alguna actividad compartida, para reencontrarse con los viejos afectos, para realizar alguna acción altruística. Esto no es una invitación a aceptar como algo natural las realidades del desabastecimiento o la carestía. Pero no podemos cifrar nuestra vida exclusivamente en lo que podemos o no adquirir. Aparejado con este sentimiento, encontramos nuestra resistencia al cambio. La respuesta es: adaptación. No una adaptación pasiva y resignada, sino un estado de ánimo que nos permita, “a pesar de”, seguir adelante y evitar la natural tendencia a quejarnos, que resulta comprensible pero bastante inútil.

Finalmente, permítaseme recordar que la Navidad, para creyentes y no creyentes, es la fiesta de la generosidad: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único” (Juan 3, 14). Jesús es propuesto como modelo, como el vehículo a través del cual Dios ilustra lo que ha de ser el comportamiento del hombre. Y ese comportamiento se articula sobre valores como la justicia, el perdón y la fraternidad. A pesar de su naturaleza divina, el Niño Jesús adviene al mundo en las más humildes condiciones y se manifiesta, en primer término, a los más humildes.

Jesús, pues, nace no solamente para los poderosos, para los que son felices y tienen hallacas y familia y arbolito navideño, sino también para quienes se sienten solos, son pobres o padecen algún tipo de carencia material o emocional.

Resultaría útil revisar con honestidad cuáles son nuestras expectativas con respecto a estos días y ver hasta qué punto son razonables, y si responden a nuestros verdaderos deseos o a modelos impuestos desde el exterior, socialmente. Quizá así se evitaría más de una decepción. Y, desde luego, hay que poner los medios. Aunque las películas aseveren que siempre hay milagros en Navidad, las cosas no suelen caer del cielo: conviene introducir cierta dosis de planificación a fin de incorporar a la temporada experiencias gratificantes, que pueden ir desde el disfrute tranquilo de la lectura, hasta el encuentro con las personas queridas. Porque, después de todo, aquí resulta absolutamente aplicable aquel proverbio que reza: “Si necesitas que alguien te eche una mano, mira al final de tu brazo.”


martes, 16 de diciembre de 2014

Tenía razón Cabrujas

El Universal, 16 de diciembre de 2014


Comenzaba la década de los años ochenta cuanto se transmitió en televisión “El día que se terminó el petróleo”. No recuerdo con precisión la historia, pero se describía sin duda, en un tono apocalíptico, el panorama desolador de un país que pendía de la producción petrolera y se enfrentaba a la desaparición del crudo.

Tras las escenas del unitario podía percibirse la preocupación de su autor, José Ignacio Cabrujas, un tipo agudo e informado, que nos sembró de dudas la cabeza y nos enfrentó, mass mediáticamente, a la realidad de una economía basada en una temeraria monoproducción.

Cuarenta años antes, concretamente el El 14 de julio de 1936 , otro venezolano nos alertaba con respecto al mismo peligro con los recursos que tenía a su alcance: Arturo Uslar Pietri, desde el editorial del diario caraqueño “Ahora”, acuñaba la expresión “sembrar el petróleo” , destinada a trascender en el tiempo.

La consigna apuntaba a la reinversión de los recursos provenientes de la renta petrolera hacia otros sectores de la economía nacional : “Es menester sacar la mayor renta de las minas para invertirla totalmente en ayudas, facilidades y estímulos a la agricultura, la cría y las industrias nacionales”, señalaba Uslar Pietri.

Sin embargo, desoímos la advertencia de ambos intelectuales. Por distintas razones continuamos reinvirtiendo en la propia industria petrolera, precisamente por ser la fuente (¿inagotable?) de nuestra prosperidad. Pero sucede que el peligro es inminente: no es posible continuar a expensas del excremento del diablo, como lo definiría Juan Pablo Perez Alfonso. Aunque los yacimientos rebosaran y aunque a día de hoy muchos de los bienes y servicios que disfrutamos provengan del petróleo, hay interés en que éste se vea sustituído lo antes posible por otras formas de energía, cuando menos por dos razones evidentes: el creciente deterioro ambiental que ocasiona y el deseo de ciertas economías de romper la dependencia con respecto a algunos núcleos productores, ahorrándose de paso el trato con interlocutores incómodos.

Las fluctuaciones en el precio del crudo, el hecho de tener comprometida una parte importante de nuestro petróleo para honrar compromisos internacionales y nuestra incapacidad para aumentar la producción nos ponen de cara a la necesidad ingente de diversificar nuestra economía, hoy por hoy para incrementar nuestros ingresos, y en el futuro como forma de proveer fuentes sustitutivas de recursos, cuando el crudo vaya resultando un producto menos apetecible y demandado.

Impostergables las acciones que propendan, tanto a buscar estas formas alternativas de energía como a fomentar el desarrollo de los otros sectores de la economía nacional. Inevitablemente las soluciones pasan por la formación del recurso humano a todos los niveles, tanto aquel que emprenda las tareas de investigación, como aquel se vea involucrado en las nuevas actividades. Estos últimos deberían verse favorecidos no solo por políticas que estimulen y faciliten la inversión, sino también por un adecuado seguimiento del uso que se hiciera de los recursos económicos que se les proveyeran, por el apoyo profesional y por un adecuado adiestramiento cuando ello fuera menester.

Habitualmente evito inmiscuirme en los delicadísimos terrenos de la política y la economía, en los que sin duda hay especialistas que pueden pronunciarse con acierto. Prefiero cargar las tintas en lo deseable, y en lo que otras personas que ya han andado el camino demuestran que se puede hacer. Sin embargo, desde el sentido común, y desde el privilegio que supone disponer de esta tribuna para expresarme, me parece ineludible invitar a la reflexión acerca del tema, no solo en lo que depende de las políticas macroeconómicas, sino más bien en lo que es más próximo a cada uno de nosotros, a nuestras opciones de estudio, de trabajo, de emprendimiento (clave en el desarrollo de las economías hodiernas) y en la búsqueda de alternativas innovadoras para nosotros y para nuestro país.

martes, 9 de diciembre de 2014

Del ejercicio de la profesión

El Universal, 9 de diciembre de 2014



Mi hijo quiere hacer un curso de tatuaje.

Tras ver signada su propia piel con el nombre de mi difunta madre, ha dado en pensar lo conveniente que resultaría explotar su innato talento de ilustrador para “sacar unas pelas” (levantar unos churupos, dicho en el más rústico lenguaje madrileño) al tiempo que continúa sus estudios.

La idea, comercialmente, no es descabellada: modificar el propio cuerpo a través de la incorporación de tatuajes o piercings va resultando una práctica cada vez más común, con la consiguiente demanda de profesionales del ramo. Sin embargo, consultados independientemente, cada uno de sus progenitores ha reaccionado con idéntico argumento: ¿Ha sopesado el riesgo que implica incidir en el cuerpo de otra persona y las responsabilidades que se le pudieran reclamar?

Y es que cada profesión tiene lo suyo. Todas, directa o indirectamente, repercuten en la vida de otras personas, pero algunas de manera más evidente que otras.

Los efectos, a menudo nocivos, que han tenido ciertos maestros en la vida de algunos, han dejado una huella más indeleble que el pigmento de los tatuajes. Con el debido respeto hacia mis colegas, cuya vida cotidiana oscila entre el malabarismo y la erudición, a menudo se pierde de vista el impacto que puede ejercer un docente en la vida de sus alumnos, el conocidísimo “efecto Pigmalión”. Del mismo modo, cuántas veces el ejemplo y la oportuna acción de alguien ligado a nuestra vida estudiantil esclarece nuestras inclinaciones, marca una pauta…. A casi 35 años de graduada sigo percibiendo en mi día a día el influjo de Carmela Bentivenga, escritora, maestra y persona excepcional.

Pero a nadie se piden tantas responsabilidades como a los médicos.

Un médico, uno por vocación, por pasión, no es una persona normal. Es increíble la resistencia y el esfuerzo que pide la formación. Luego, requiere enormes dosis de energía y de, aunque suene dramática la palabra, sacrificio. Pero, sobre todo, un médico es una persona que actúa, que interviene en otra persona, ocasionando cambios. Y eso requiere unas dosis enormes de sangre fría. Nadie asume tantos riesgos cuando interviene. La naturaleza misma de su tarea requiere decisiones y, siendo cada cuerpo diferente, es imposible controlar todas las variables.
La diversidad de ocupaciones y vocaciones es lo que permite que el mundo siga dando vueltas: cada quien realiza una labor necesaria y cada uno es grande en su puesto, como diría el Génesis, según su especie . Sin embargo, lo que parece contribuir a hacer de nosotros mejores profesionales y redunda en una mayor felicidad es no perder de vista por qué hacemos lo que hacemos, cuál es el sentido de nuestra labor y de qué manera impacta en las personas que nos rodean.

martes, 2 de diciembre de 2014

Donde digo “digo”, digo “Diego”…


El Universal, 2 de diciembre de 2014



Porque sí. Porque el destino se equivoca. Porque la vida a veces necesita enmiendas. Inolvidable Amélie Poulain, la protagonista de la película francesa del mismo nombre, jugando a constituirse en Dios y a cambiar, tal vez si no los destinos reales, al menos aquellos percibidos.

En uno de los episodios que más da que pensar en la película , Amélie decide aprovechar un evento fortuito -- el hallazgo de un saco de correo desaparecido años atrás-- para transformar la vida de la portera que, incapaz de sobreponerse al abandono de su marido, ha permanecido cautiva en su tragedia: el desamor ha hecho mella en su autopercepción y se ha condenado a llevar una vida gris, quizá castigándose por no ser lo suficientemente buena como para retener a su pareja a su lado, juzgándose indigna de una mejor situación.

Amélie roba a la mujer las cartas escritas por el esposo, las reproduce, y tras restituir a su lugar los originales, acomete un cuidadoso proceso de ensamblaje: a partir de fragmentos de las fotocopias, crea una nueva carta en la que el marido se confiesa arrepentido e implora el perdón de su devota esposa. El propósito de Amélie no es otro que hacer creer a la mujer que la carta estaba dentro del saco de correo recuperado y que por eso nunca había llegado a sus manos, pero que, finalmente, el hombre había reconsiderado su posición y había estimado su compañía insustituible. Mediante este ardid consigue que la mujer se considere a la postre digna de ser amada y se conceda la oportunidad de ser feliz.

Al margen de que el valor de una persona en ningún caso puede estar determinado por el juicio de otra, la estratagema de Amélie resulta moralmente cuestionable cuando tiene lugar a partir de una mentira y a posteriori. Pero es el caso que quizá subestimamos la capacidad que reside en nosotros para transformar la vida de otros, aunque sea por unos instantes, y degustar las mieles de la felicidad ajena.

Este es un tema que, solapadamente, invade mis conversaciones cuando hablo con quien puede considerarse una persona dedicada al arte de hacer felices a otros: mi amigo Diego.
Diego -- Diego Alejandro Ramírez Peña, para más señas-- asciende por la Ribera de Curtidores, se da la vuelta en la Plaza de Cascorro para hacer una fotografía y tuerce a la izquierda perdiéndose entre las innumerables callejas por las que se extiende el Rastro madrileño. Se detiene para examinar un sombrero, el complemento preciso para terminar de construir alguno de los personajes que transitan por los eventos que su talante dramatúrgico concibe y que lleva a efecto de manera experimental en uno u otro lugar del mundo.


Porque ya se lo había vaticinado la señora Eva, aquella vecina de su abuela “La Filósofa”: Diego recorrería el mundo sin tregua. Y, en efecto, aquel valenciano que, de transitar las calles de José Rafael Pocaterra en Tocuyito terminó dando con sus huesos en Ginebra, viaja incansablemente con su pareja. Y ni el esplendor de Ciudad de México, ni la vetusta piedad del Vaticano, ni el glamoroso clasicismo parisién gozan en su corazón de más privilegio que el que concede a lo que le hace auténticamente feliz: correr al encuentro de las personas que quiere, aquellas con las que ha construido relaciones a partir de intereses comunes, y acompañarlas en cada uno de los eventos importantes de su vida. Y así, quien pudiendo tenerlo todo, todo lo encuentra a la vera de sus afectos, va estableciendo relaciones recíprocamente nutritivas, disfrutando de los talentos de cada uno de sus amigos, intelectuales, músicos, actores, a quienes vale de interlocutor proficuo, al tiempo que se recrea en detectar cómo complacerlos para poder disfrutar de lo que dice que constituye su recompensa: ese breve centellear de la ilusión en la mirada de aquellos a quienes ama: “Saber que existen amigos maravillosos en el país que me vio nacer y en donde están mis afectos, que hacen prodigios con sus dones, es saber que el horizonte es amplio, que la vida es inmensa y que la esperanza está allí, esperándonos, para construir, aprender, crecer, entender, comprender, evolucionar, ser, existir, crear, vivir…”


Así, no duda en trasladarse a Miami para acompañar a Ignacio Izcaray en el concierto de su trigésimo aniversario como creador, o en hacerse presente en Cuba para celebrar los 95 años de Marta Jiménez Oropesa, gloria de la radio, cine y televisión cubanos. Pero más allá de las circunstancias que propician que Diego pueda acompañar a sus amigos en uno u otro sitio y agasajarles con cuanto capricho piensa que pueda ser de su agrado, lo que es digno de reseñar es la actitud: el interés y el cariño que signan los gestos con los que pretende rodear a los suyos, los cercanos y los de más allá. Un rasgo que, en síntesis, puede definirse como generosidad, y que no depende del esplendor material, sino de la atención al detalle prodigada a quienes nos rodean. Una lección que quizá muchos deberíamos recordar y que nos convierte, potencialmente, en innumerables Amélies